Por: Julián Lucero
La primera vez que pensé que esto podía ocurrir, fue en la clase de gimnasia. Tenía que superar un récord de cuarenta abdominales si quería conseguir un seis roñoso. Maldecía por haberme esforzado tanto el año anterior. Juancho, apoyado sobre mis rodillas flexionadas, hacía caras cada vez que me levantaba. Me concentré en el techo para no estallar en una risotada que sacaría de quicio a nuestro profesor; el techo, el techo, el techo…, repetía mentalmente. En ese mantra, ese día cualquiera, a los catorce años, entendí la cruda y negra verdad: la fuerza de gravedad se agotaría pronto, como se agotan nuestras fuerzas. Ese mazacote gigante llamado tierra se cansaría de sujetarnos y nos dejaría ir, como un nene que se cansa de sostener un globo y lo suelta. Entonces, los cuerpos se estamparían contra los techos o caerían al cielo vacío, si es que el termino caer existe cuando no hay gravedad; ¿Caerían adónde? A los estratos superiores de la atmósfera, al espacio. Se quedarían sin oxígeno, se congelarían y todos los vasos colapsarían por los cambios bruscos de presión. Si no salía de ese gimnasio de techos tan altos urgente, tendría una muerte espantosa. Si escapaba a mi casa, en el trayecto, me caería al cielo y sería peor todavía, por la espera, la espera envuelto en el aire, antes del final. No podía respirar. En el abdominal número 28, aturdido por un silbido constante, me desmayé y desperté en casa, en mi habitación de techo bajo.
Traté de explicarles a mis papás muchas veces lo de la fuerza de gravedad, que se iba a terminar, que tenían que poner colchones en los techos para cuando llegue ese momento, porque iba a llegar así, de rompe y raje. Entonces íbamos a tener que pensar en subsistir en un nuevo mundo patas para arriba. Había que reservar agua hasta encontrar la forma de taladrar nuestros futuros techos porque los pozos quedarían sobre nuestras cabezas. Mi viejo trataba de escucharme, pero no resistía las incoherencias de mis teorías y se retiraba derrotado, triste. Mi vieja sólo se despegaba de la cama para hacerme la comida, un té, o para buscar un paño con hielo como la solución universal a mis ataques nerviosos que se volvían frecuentes al observar que nadie entendía lo que quería decir.
El médico de la familia me recetó una pastilla chiquita, rosada, después de chequear mi cuerpo y realizar algunas preguntas de rutina: que si estaba con muchos exámenes, que si había peleado con amigos, que si no era correspondido en cuestiones amorosas, que si mis padres discutían mucho en mi presencia. Tenía las pulsaciones aceleradas y la presión arterial elevada, parámetros que se ajustaban al estado de ansiedad que me atestaba. El diagnóstico fue episodio panicoso. Les dijo a mis viejos que era un fenómeno cada vez más frecuente en adolescentes. Habló de un psiquiatra, pero mi mamá se negó rotundamente; sólo un psicólogo, si es muy necesario, dictaminó. Había que esperar a que los químicos contenidos en la pastilla surtan efecto y la tormenta pasaría. Mientras aprovechaba los días, que parecían años, para repasar en mi cama diversas formas de caer: abrazado a una almohada, con los brazos extendidos al frente, de costado, con una almohada cubriéndome la cabeza; de espalda no, podía desnucarme. Lo mejor sería colocarme cerca de la puerta para abrazarme al marco y amortiguar la llegada al nuevo piso, como una especie de mono aferrado a un tronco.
Los días transcurrieron y dejé de sentir que el aire que me rodeaba era pesado y hostil; había sido un pensamiento absurdo, una idea tarada producto de mis hormonas alteradas de adolescente que las pastillas del doctor estaban poniendo en orden. Comencé a despegarme gradualmente de la cama para deambular por la casa. Algunos días sentía tristeza por ese episodio repugnante y todas las prohibiciones autoimpuestas. Los espacios abiertos fueron un verdadero problema; tenía que transitarlos y enfrentarlos o volver a la cama y apolillarme. Pude, con los meses, superar los miedos. Caminaba mucho. Las primeras veces recorría la cuadra y, como la mayoría de las puertas de las casas estaban cerradas, me mareaba y regresaba a casa a llorar. Me va a soltar, a soltar, a soltar, pensaba.
Gradualmente, la idea de ser abandonado por el planeta, fue reemplazada por la desesperación de cómo carajo iba a hacer para aprobar todas las materias juntas a fin de año. Cómo recuperaría el tiempo escolar desperdiciado en una idea sin pies ni cabeza. Las horas de estudio y dedicación posibilitaron caminatas amenas y relajadas. Mi cerebro las necesitaba para descansar. En esa nueva paz enterré mis ideas absurdas, aprobé todas las asignaturas y recuperé mi corta vida.
Hace una hora, salí de casa a mi primera clase de educación física. En tercer año tenemos educación física a la mañana y clases por la tarde. Desayuné, lo suficiente para tener energías pero no tanto como para expulsar líquido al estilo exorcista en medio de algún trote. Caminé bajo el cielo despejado por las veredas y pisé las primeras hojas que cayeron por la llegada del otoño. A dos cuadras del club, sentí la advertencia: mis pies se habían despegado unos centímetros del suelo, dos, tal vez tres, apenas. Caminé más rápido, desesperado. Pensé que tal vez, si caminaba más rápido, volvería a estar en contacto con la vereda pero no pasó nada. Empecé a trotar. Eso tenía que funcionar. El impacto de mis pies sería como un hacha abriéndose paso por la madera; así, de una vez por todas, se rompería el aire de porquería que no me permitía tener los pies sobre la tierra. Vi que mis compañeros y compañeras de curso, que esperaban afuera del club, me miraban raro. Corrí por el aire directo a Juancho, que abrió los brazos para atraparme. Dos metros antes del impacto, mis pies hicieron contacto con el suelo, tropecé y me pegué una torta bastante importante. Las risas de los otros estallaron. Juancho, que me ayudó a levantarme me preguntó: ¿Qué hacés boludo? , ¿Estás bien? Le dije que no se preocupe, que estaba todo en orden. El profe Diego nos llamó y entramos al gimnasio.
Después de un sorteo, se formaron seis equipos para jugar al vóley. Estaba cerca de la red, a los saltos, tratando de tapar los pelotazos que venían bastante furiosos para ser temprano. En uno de esos saltos, no llegué al piso, volví a quedar suspendido. Todos miedos que creí haber superado retornaron abruptamente y se transformaron en certeza, la certeza del abandono. Juancho pudo percibir que algo me pasaba y decía cosas que no registré. Levanté la vista y enfoqué la puerta de salida más cercana porque lo sentía llegar, no había tiempo. Corrí nuevamente en el aire. Mis pies se despegaban más del suelo en la medida que me acercaba a la puerta. Cuando llegué, me había elevado aproximadamente medio metro. La puerta estaba abierta. Afuera esperaba la mañana, antes celeste y fresca, ahora, amenazante. Me aferré al marco derecho con los brazos, las piernas y apoyé la cara. Como un nene chiquito que se aferra a su mamá, cerré los ojos. Todos se cayeron al techo. La fricción de mis manos, mi cara y entrepierna contra el material rasposo de la pared, en conjunto con el griterío general y el sonido de un montón de golpes, de rupturas y estallidos, fueron la señal de que estaba descendiendo al marco superior. Tenía que reptar un poco y acomodarme, y eso es lo que hice. Observé, desde esta nueva altura, abrazado al marco superior, los cuerpos reventados que yacían en el techo, nuevo piso, en medio de una laguna de sangre, restos de cráneo y sesos. Algunos convulsionaban en medio de bocanadas; buscaban aire, buscaban una respuesta.
Tengo que tomar una decisión urgente. El olor acre, metálico de la muerte me ahoga. Acá, confinado al marco superior de la puerta no tengo chances de nada. De un lado el vacío y del otro, una carnicería. No puedo bajar. No sé qué pasa afuera, y no quiero resistir y cultivar la esperanza de un rescate porque es totalmente absurdo. Si espero, si pospongo lo inevitable, los cuerpos entrarán en descomposición y no voy a esperar que eso suceda ¿Techo o cielo? Ya sé lo que te pasa en el techo. El cielo es otra cosa. Despejado, azul. En geografía estudiamos las capas de la atmósfera con sus cambios de temperatura, presión y tenor de oxígeno. El empirismo de las ciencias. En física también estudiamos la fuerza de gravedad, pero nadie nos advirtió que se iba a terminar, que la tierra inmunda nos iba a dejar ir por ser más chiquitos, insignificantes. Porque esta nueva realidad es cualquier cosa, menos predecible. Me cago en el empirismo y en la ciencia. Aflojo los brazos, las piernas. Me voy a dejar ir al cielo, infinito, incierto.