Por: Julián Lucero.
Ilustración: Lucio Maretto.

“- y te salió una rubia que te quiere: la sota de oro muestra las piernas, te hace señas con la mano derecha –che, te trae suerte, pero vos cuídate, que no me gustan las rubias, este consejo va aparte, no tiene que ver con los naipes, pero las rubias tienen la carne blanca para que te creas que tienen el corazón blanco, …”

Manuel Puig

Parada en el campo, en la oscuridad de una noche de verano, abrió su boca roja y sensual. Sintió el sabor de la lluvia. Venía del sur. Sacó de su cartera blanca, un frasco que contenía esferitas gelatinosas inmersas en líquido verdoso. Lo acarició con ternura y lo devolvió a su lugar. Con el movimiento suave de su lengua, percibió diferentes cuerpos de agua: demasiado angostos, móviles, verdes o grises. Encontró uno perfecto con gusto a sal, Calcio y Magnesio. Agua dura que provenía de las entrañas de la tierra, como ella. Estaba cerca. Caminó con sus zapatos de taco alto en dirección al halo naranja que delataba la presencia de una ciudad.

Parecía una estrella de cine, una blonda sexi a lo Marilyn Monroe. Su piel era blanca y luminosa. Llevaba puesto un vestido blanco y suelto que, pese al viento que anunciaba una lluvia inminente, no se movía. Su pelo rubio permanecía acomodado, intacto, configurado al orden y hermosura de su imagen que contrastaba con el movimiento de los sunchalenses; movimiento de viernes por la noche, movimiento de verano, de calor, de cambio. Avanzaba en dirección a la plaza libertad.  Los clac clac de sus tacos, que resonaron en la avenida Irigoyen determinados, apurados, despertaron la curiosidad de las personas que circulaban por esa zona. Podría haber sido un chiste, un chisme, un suceso, una loca más, una desconocida más. El blanco de alguna cámara de celular. Una foto, un meme, una noticia en alguna red social. Sin embargo,  la gente se abría a su paso poseída por un miedo tan extraño e inexplicable como esa mujer que parecía salida de una película vieja, en blanco y negro.

Cuando llegó a la plaza, por primera vez en toda la noche pareció sentir la presencia de otras personas. Todos la observaban de lejos, desde la vereda del frente, escondidos detrás de las plantas en el interior de la plaza. Dejaban el espacio suficiente para convertirla en una isla. Buscó, con sus ojos grises, miradas que se perdían en el suelo, aterradas. El olor a miedo del aire de verano le resultaba animal. Sacó un lápiz labial y un espejo de su cartera. Se pintó los labios y esbozó una sonrisa que rebeló su dentadura blanca y perfecta. Después se enfocó nuevamente su objetivo que ya estaba cerca.

Se sentó en el borde de la fuente. Tenía poca agua, pero ella estaba segura de que ése era el lugar. Un montón de insectos volaban y se estrellaban contra las luces, caían en el agua, pero jamás tocaban su cuerpo. Tomó el frasco con las esferitas de gelatina de su bolso y vertió el contenido en el agua de la fuente. Abrió la boca y hundió una de sus uñas esmaltadas de color rojo carmesí en el paladar. Un hilo de sangre descendió sobre su mano blanca. Escupió baba  sanguinolenta dentro del agua. Sacó un pañuelo descartable y se limpió la boca y la mano con delicadeza. Se levantó para continuar con el viaje. Abrió la boca en busca de oscuridad, silencio, la nada; un lugar habitado por monstruos en los que nadie cree porque no se ven. El oeste. Llegó del este y se dirigía al oeste, como el sol.

Caminó por la avenida independencia con un ritmo más calmo que el de antes. Había cumplido con su misión y se sentía aliviada. Cruzaba el ferrocarril y un muchacho, de unos veinte años, que caminaba en dirección opuesta, le sostuvo la mirada, fue al encuentro. Ella sintió un poco de emoción. Era el primer sunchalense que resistía su mirada y que no apestaba a miedo. Se lo agradeció con un beso, prolongado, húmedo. Su boca tenía gusto dulce, a chicle de fruta. Toda la escena transcurrió sin mediar palabras y finalizó de la misma manera. Ella siguió y se perdió en la oscuridad. Él caminó en dirección a la plaza para encontrarse con unos amigos.

De la fuente de Sunchales emergieron sapos. El agua se transformó gradualmente en una masa de burbujas brillantes que explotaban emitiendo un vaho pestilente y después un montón de sapos se desplazaron en todas las direcciones. Un número infinito de sapos. Una masa grotesca de sapos. Algunos se gestaron en el estómago del chico que tomaba una cerveza con amigos. Primero se sintió descompuesto y después su vientre estalló en un amasijo de entrañas y sapos. Las personas que estaban en la calle terminaron ahogadas en la piel fría y verrugosa de los sapos, en sus meadas. Cuando intentaban respirar, los sapos se les metían en la boca. Cuando intentaban escapar, la ola invasiva de sapos los alcanzaba. Buscaban agua en la sangre caliente.

La tormenta que ella degustó, la que venía del sur, llegó a una Sunchales que apenas respiraba con sus calles como venas, tapadas de batracios que se movían desesperadamente sobre cadáveres anfibios y humanos. Cuando se cortó la luz en toda la ciudad, las personas que sobrevivieron dentro de sus casas, ajenas al caos, encontraron en la oscuridad, la respuesta menos esperada.

Ilustración: Lucio Maretto

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