Por: Iván Giordana
En esta tierra de sunchos nos conocemos casi todos, pero como sucede a menudo, hay personas a las que ubicamos “de vista” a pesar de no haber hablado jamás con ellas. Algo así me pasaba con Alcides Cararo, el magnífico artista que aquella cálida noche de viernes de finales del año pasado exponía parte de su vasta y valiosa obra en Amigos del Arte. Como el placer de charlar con él me venía siendo esquivo, esa muestra era mi oportunidad para conversar con el hombre de las manos mágicas.
Entré a la sala apurado (sin motivo) y comencé a recorrer los atriles con sus trabajos buscando el momento preciso para presentarme. Cuando detecté que Alcides estaba libre, me acerqué para saludarlo. Los pocos minutos que estuvimos hablando me sirvieron para descubrir a la persona detrás del genio; al hombre que nunca olvida a su mentor y que, con la misma meticulosidad con la que entrelaza sus tientos también teje las historias familiares y profesionales que lo llevaron a ser quien es. Me enumera los premios que más orgullo le generan y me reconoce que saber que un cuchillo nacido en su taller está expuesto en un edificio de Naciones Unidas en Europa es una satisfacción de las más grandes que la vida le regaló.
Para dejar paso a otras personas que también querían intercambiar un par de palabras con él, pedí permiso y me aparté. Encontré una carpeta con decenas de distinciones y menciones de honor que Alcides fue sumando a lo largo de su vida artística y, ya cansado de contar premios, la abandoné apenas pasada la mitad de los folios. Como tenía un compromiso que atender, decidí terminar mi visita. Solté un saludo general -esos que pretenden ser para todos y a veces no llegan a nadie- y enfilé hacia la puerta. Antes de salir me topé con un monitor que pasaba imágenes de Alcides en su faena diaria y en el momento preciso en que recibía galardones por aquí y por allá. La serie de imágenes concluyó en seco con una frase que se imantó con mis pupilas. Aparté la vista de la pantalla y busqué la mirada de Alcides. En un segundo que pareció más largo de lo habitual, la gente se apartó o simplemente desapareció y logré dar con el rictus firme del profesor que levantando apenas su copa y sin pronunciar palabra, asintió levemente como diciendo “¿no es cierto?” Ratifiqué su ademán con una media sonrisa y me fui contento.
El próximo sábado, en esa misma sala, presentaré mi primer libro. Si bien la escritura -que puede valerse de un amanuense si el autor está imposibilitado de garabatear o teclear- dista bastante de la destreza manual que requiere la tarea de Alcides, me atrevo a encontrar un lejano parentesco entre ambas expresiones. Porque las dos buscan ofrendar lo poco o mucho que uno tiene para dar. Porque las dos intentan calmar el inquietante fuego interior. Porque las dos riegan la semilla de la libertad. Porque las dos son manifestaciones auténticas y transparentes nacidas de lo más profundo de la existencia. Porque las dos te dejan completamente desnudo ante los ojos de los demás.
La frase de Alcides que me enmudeció aquella noche decía, palabras más o menos, que “las manos son las herramientas del alma”.
Creo que tiene razón.
Usted dirá.