Allí el tiempo transcurría de forma diferente.
En un pueblecito tan simpático no
podía suceder nada demasiado malo.

Fragmento de Salem´s Lot de Stephen King


Autor: Julián Lucero.
Ilustración: Lucio Maretto.

La oscuridad no lo asustaba; los ruidos fuertes tampoco. Las caras horribles y monstruosas eran máscaras, personas con alguna deformidad o carne seca, sin vida. Los fantasmas no existían porque la gente se moría y chau. Los muertos permanecían muertos. Los castigos no servían para una persona tan replegada como él. Los sonidos tenían un origen, no podían surgir de la nada. Los arácnidos tenían ocho patas y los insectos seis, las ratas cuatro, las serpientes reptaban.  Morirse era inevitable. Su cuerpo jamás emitió un grito de horror. ¿Tendría alma? No, según él no existía tal cosa.

Cuando cumplió catorce años, no fueron los millones de granos que tapizaron su frente los que angustiaron a Mateo. Tampoco los rastros de pelusa que aparecieron en algunas partes de su cara, que las chicas no lo registraran, o que la sangre se saturara de hormonas en su cuerpo larguirucho y delgado. Había dejado su niñez atrás sin sentir miedo. Sin transpiración, sobresaltos o la boca seca. Envidiaba el espanto mezclado con placer que experimentaban sus amigos cuando miraban películas de terror que a él le aburrían terriblemente. También a sus hermanos menores, que cada dos por tres se despertaban a los gritos a mitad de la noche y lloraban temblando, pálidos, meados. Se sentía incompleto, consumido por su aburrido e inevitable exceso de racionalidad. Y fue en su primer intento de introspección en el que se encontró con la casa.

Una publicación en Facebook afirmaba que, un caserón abandonado ubicado en la calle Lainez, estaba habitado por fantasmas. Mateo sabía que muchos de sus compañeros se colaban de noche en ese edificio y que, sugestionados por el menor sonido, huían despavoridos inventando historias ridículas sobre mujeres con camisones blancos y pelos largos o viejitos barbudos que irradiaban luz y arrastraban cadenas. Porque esa casa funcionó, según contaban, como asilo, orfanato, clínica mental, casa de torturas, jardín de infantes con alumnitos poseídos por entidades del infierno. Él consideraba que todas esas habladurías eran pavadas que solamente una persona tonta puede creer. Se trataba de ladrillos viejos, humedad, alguna que otra alimaña y un poco de silencio. También era una oportunidad de encontrarse.

Un martes a las dos de la mañana, escapó de su casa y caminó por las calles de Sunchales acompañado únicamente por el ladrido de los perros. Iba a explorar ese lugar tan famoso. Tal vez no eran habladurías. Quería creer que no, lo necesitaba, aunque ya sabía de antemano lo que sucedería. Con intentar no pierdo nada, se dijo abrigado en la seguridad de estar solo.

La construcción estaba rodeada por un lote enorme, con el pasto cortado. Alguien mantenía el lugar con alguna intención. Sobre las paredes de la casa, se proyectaba la sombra de un olivo. Mateo ingresó con su liviandad característica, y recorrió todas las habitaciones buscando, en la oscuridad, rastros de algo que no perteneciera a su mundo y que lo desquiciara lo suficiente como para cagarse encima pero no para ser internado. En el interior sintió un regocijo atípico, rodeado de silencio, olor a madera podrida y humedad. Se prometió volver algunas noches para sentarse y meditar; era un lugar perfecto sólo para eso. Ahí no había fantasmas, no era más que una casa vieja. Volvió a su hogar cabizbajo. Pensaba en lo mucho que le hubiese gustado permanecer en la oscuridad hasta el amanecer, pero era día de semana y en un par de horas se tendría que levantar para ir al colegio. Sus papás se pondrían furiosos y estallarían ante su indiferencia. No les tenía miedo. Interpretaba hábilmente una suerte de respeto con tal de no tener que ir de un psicólogo a plantearle los mambos de su familia. Antes de dormirse, sintió el aroma de la casona vieja y sonrió satisfecho.

Había descansado demasiado, de eso estaba seguro. Miró el celular, eran las once y media. Sus hermanos no estaban en la habitación. No sintió el ruido de la escoba, el olor a lustrador de muebles o a hipoclorito que caracterizaban las limpiezas matutinas de su mamá. Se levantó, fue al baño a hacer pis. Se lavó la cara y los dientes. Caminó hasta la cocina comedor en busca de algún ruido. Su mamá, apoyada en el mesón, sostenía un tenedor. Lo estudiaba hipnotizada. Cuando Mateo le preguntó por qué no lo despertó para ir a la escuela, ella, con un gesto de amor maternal, se clavó el tenedor en los ojos y continuó hincándolo en el resto de la cara. Una mezcla de humor ocular viscoso y sangre bajó como una catarata por sus mejillas. Desesperado corrió a socorrerla. Trató de sostenerle los brazos tensos que se aflojaron gradualmente. Todo ocurría en un silencio sepulcral. Entonces, mientras aferraba a su mamá para que dejara de lastimarse, se sintió aturdido y su boca se llenó de saliva con gusto metálico. Logró abrirle la mano y el tenedor cayó irrumpiendo en el silencio casi absoluto de esa escena grotesca. Quiso sostener su cara sin ojos y decirle algo. Ella esbozó una sonrisa y apretó los dientes con tanta fuerza que se rompieron produciendo un sonido seco. Se soltó de su hijo y en cuclillas vomitó una gran cantidad de sangre. La cocina se llenó de olor a podrido y el charco de vómito, que se extendía, viró de rojo a negro. Las piernas de Mateo se aflojaron. Se arrastró, mientras la fuerza abandonaba su cuerpo, hasta el baño y se encerró. Lloró desconsolado, entre gemidos histéricos. Cuando apenas se había calmado, vio que la cortina de la ducha se movía. Unas manos pequeñas tironeaban y la desprendieron. A su papá, que se hallaba tendido en el piso, le faltaba la mitad de la cara. Uno de sus hermanitos tiraba con los dientes de la oreja mientras el otro mordía y arrancaba los dedos del pie. Ninguno se percató de su presencia y continuaron devorando a su presa que, mostrando los últimos rastros de vitalidad; sólo abrió la boca, un pozo oscuro que rebalsaba de sangre, para revelar que le habían arrancado la lengua. Mateo se orinó encima y cayó rendido en su charco de pis.

Cuando la policía llegó lo encontró en estado catatónico. Su pelo se había puesto íntegramente blanco. Los médicos dijeron que los padres habían muerto desangrados debido a golpes internos, heridas externas graves y que presentaban signos de canibalismo. Sus hermanos murieron asfixiados. Durante la autopsia extrajeron carne humana, restos de uñas y pelos de las vías respiratorias.

La adolescencia marca el final de la infancia. El miedo es una sensación de angustia. El canibalismo es una práctica en la que los animales consumen carne de individuos de su misma especie. La esquizofrenia es una enfermedad mental que se manifiesta por cambios en la personalidad. La oscuridad es la escasez de luz en la que me sentía cómodo. Prefiero la oscuridad a la luz de mi casa. Prefiero la oscuridad a mis papás y hermanos. Repetía Mateo una y otra vez frente a una ventana del instituto psiquiátrico donde lo internaron después del incidente. Su casa fue devorada por el tiempo, pelada de puertas y ventanas, invadida por el polvo y la humedad. Algunos Sunchalenses que la visitaron por las noches, dijeron que, si se miraba fijo en la oscuridad, se veía una cabeza de pelo blanco y que se escuchaban ruidos de bocas que masticaban carne. La casona de la calle Lainez se convirtió en un salón de fiestas luminoso y animado. Su negrura se fue con el viento, prendida en el alma de un incrédulo, a descansar eternamente a otro lugar.

Ilustración: Lucio Maretto.

 

 

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