Por: Iván Giordana

La famosa viveza criolla que nos caracteriza a los argentinos es, si nos ponemos estrictos y siempre hablando en general, una detestable maniobra cuidadosamente disfrazada cuyo objetivo es sacar ventaja a costa del perjuicio ajeno (exceptuamos de esta definición a todos aquellos casos en que esa “cualidad” nos ayuda a solucionar problemas de modo práctico e ingenioso).

Como el espíritu de este relato no es analizar la compleja y paradigmática genética argentina -tarea que excede mis conocimientos y que, de querer emprender, me insumiría siglos de investigación científica- me limitaré a ejemplificarla a partir de la historia del inocente y bonachón Eduardo Adrián “Corchito” Vietti, deportista descubierto en flagrante contravención y condenado luego al eterno ostracismo atlético.

Corchito era un adolescente fornido, adiposo y musculoso en proporciones más o menos iguales, con brazos y cuello anchos montados sobre un tronco corto sostenido por piernas vigorosas y velludas. A pesar de sus quince años apenas si superaba el metro cincuenta y tres centímetros, rasgo del que derivaba el apodo que orgullosamente portaba. Su sueño era jugar profesionalmente al básquet así que desde su llegada al club fue tanta la pasión puesta al servicio de la disciplina que a pesar de su estatura siempre se la rebuscó para hacerse fuerte en territorio de gigantes.

En una ocasión y por esas cosas raras que suceden, el grupo de los basquetbolistas de la categoría inferior a la de Corchito, es decir, la de los chicos menores de trece años, había sufrido tantas bajas por enfermedad que a duras penas si lograba juntar el mínimo de jugadores que se necesitan para entrar a la cancha. Como además de eso el partido de ese sábado pintaba difícil y requería una especie de milagro para poder ganar, la dupla técnica se vio obligada a tomar dos fuertes determinaciones. La primera de ellas fue convocar a los cuatro chicos de once años más altos y grandotes del club -sin importar a qué deporte se dedicaban- para incluirlos en la lista. La segunda -astuta y peligrosa- consistió en aprovechar la altura de Corchito para hacerlo pasar por niño de doce años que ya había pegado el estirón (sólo a lo ancho). Para lograr el objetivo había que procurar que el atleta asistiera completamente afeitado, evitara las oraciones largas que revelaran los altibajos de su voz y no brindara muchos datos más allá de su nombre completo para rellenar la planilla.

La estrategia rindió sus frutos iniciales y, burlado el control previo al partido, Corchito entró al campo de juego con la camiseta número 7 totalmente adherida a su cuerpo macizo.

Los primeros dos cuartos se desarrollaron con absoluta normalidad; los rivales hicieron valer su enorme poderío físico y los locales se pasaron la mayor parte del tiempo suplicando a la divina providencia para que guiara sus lanzamientos a la canasta contraria. En los dos últimos parciales algo extraño sucedió y la buena estrella que acompaña a los exitosos brilló para los más débiles porque a pocos minutos del pitazo final y gracias a una majestuosa actuación del infalible Corchito, los dueños de casa iban ganando por una inesperada y extraordinaria diferencia.

Con sonrisas cómplices que pujaban por transformarse en carcajadas, el cuerpo técnico pidió habilitación para hacer un último cambio. Concedido el permiso, pisó el rectángulo de juego el único chiquitín que no había ingresado antes y rumbeó hacia el banco, entre aplausos y vítores de propios y ajenos, el exhausto Corchito.

Bastó un segundo para que el sueño del triunfo se derrumbara como una casa de naipes y la algarabía se transformara en silencio embarazoso. Desde las tribunas bajaron silbidos de reproche y desde el contingente visitante llovieron críticas e insultos. Los árbitros mezclaron las dos o tres señas más graves que permite el reglamento y los integrantes de la mesa de control detuvieron el reloj entre miradas de desconcierto. Los directores técnicos del equipo local agacharon sus cabezas y murmuraron palabras irreproducibles. Uno se palmeó la frente. El otro se rascó la nuca. Ninguno podía creer lo que había pasado, lo poco que había faltado para alcanzar la gloria.

Sentado en el piso, relajado y satisfecho, Corchito se desataba los cordones de sus zapatillas mientras pitaba con placer un cigarrillo con sabor a victoria.

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