Por Roxana Lusso

Este artículo continúa las ideas que se plantearon el año pasado haciendo hincapié en el rol de las mujeres en el proceso independentista de 1816. El objetivo es el mismo, dar a conocer los nombres de algunas de las mujeres que fueron parte de nuestra historia y que aún no son reconocidas ya que los hechos históricos siempre se escribieron a la luz de los héroes.

Una revolución, una guerra, un momento de crisis han sido siempre perentorios llamados a las mujeres para intervenir de un modo directo en una sociedad que, desde que los remotos matriarcados, fueron sustituidos por el dominio de la fuerza masculina, las había relegado a determinados roles“, asegura la historiadora Lucía Gálvez en su libro “Las Mujeres y la Patria”.

Luego de la Revolución de Mayo de 1810, era claro que imponer los ideales del movimiento iniciado el 25 de mayo no iba a ser tan sencillo. Los peligros acechaban tanto desde el interior como desde más allá de las fronteras.

Los revolucionarios habían manifestado la voluntad de organizar un gobierno propio, pero esto todavía no significaba la ruptura con la Corona española.

La derrota de Napoleón en Europa implicó el avance de las monarquías absolutistas y el inicio de un clima hostil para las ideas republicanas. Asimismo, este hecho posibilitó la recuperación del trono de Fernando VII, quien inició una ofensiva militar en América para retomar el control de los territorios que estaban en manos de los revolucionarios.

En lo político, se sucedieron diversos gobiernos: Primera Junta (1810), Junta Grande (1811), Triunviratos (1811-1814) y el Directorio (1814-1820) que no pudieron consolidar su poder y debieron hacer frente a la guerra contra España. En esta lucha se destacaron Manuel Belgrano, José de San Martín y Martín Miguel de Güemes, entre muchos otros.

Belgrano tuvo dos grandes amores. Uno de ellos con María Josefa Ezcurra, hermana de Encarnación Ezcurra, la futura esposa de Juan Manuel de Rosas. María Josefa acompañaba a su padre, Ignacio de Ezcurra, al Consulado dirigido por Belgrano y allí se enamoraron en 1802, cuando Manuel tenía 32 años y Josefa 17.

Las cosas se complicaron cuando al año siguiente Josefa contrajo matrimonio, según la voluntad de sus padres, que no era la suya, con un primo, Juan Esteban Ezcurra, quien tras el triunfo de la Revolución de Mayo decidió volverse a su país.

Cuando Belgrano se hizo cargo del Ejército del Norte, decidió acompañarlo. A mediados de marzo de 1812 tomó la mensajería de Tucumán, una diligencia que tardaba 30 días en llegar a la ciudad. Llegó a San Miguel de Tucumán donde le informaron que el general estaba en Jujuy y hacía allí fue la joven. A fines de abril llegó a San Salvador, donde pudo reencontrarse con Manuel y acompañarlo en el frente de batalla.

Así fue como el 30 de julio de 1813 nació en Santa Fe, Juan, hijo de ambos, que será adoptado por los recién casados Juan Manuel de Rosas y Encarnación Ezcurra y crecerá con el nombre de Pedro Rosas y Belgrano, debido a que como era una mujer casada, no era bien visto que haya tenido un romance con otro hombre.

El otro amor de Belgrano fue la tucumana María Dolores Helguera, con quien vivió un romance marcado por la guerra. Los padres obligaron a María Dolores a casarse con otro hombre, al que ella no amaba y que al poco tiempo la abandonó. Finalmente, Belgrano y su amada volvieron a verse, pero no pudieron casarse porque a los efectos legales Dolores seguía casada con su ex marido. El 4 mayo de 1819 nació Manuela Mónica, pero la convivencia de la familia duraría poco. A fines de enero de 1820 el general debió abandonar Tucumán gravemente enfermo, por orden del gobierno, para hacerse cargo de otra misión, pacificar la provincia de Santa Fe.

Poco tiempo después debió dejar la comandancia por motivos de salud y trasladarse a Buenos Aires. Si bien no menciona en su testamento a Manuela como hija legítima, le pidió a su hermano Domingo Estanislao, “secretamente que, pagadas todas sus deudas, aplicase todo el remanente de sus bienes a favor de una hija natural llamada Manuela Mónica que de edad de poco más de un año había dejado en Tucumán”.

El 25 de mayo de 1812, el general Belgrano celebró los dos años de la Revolución de Mayo e izó la bandera que había creado unos meses atrás. Lo que aún desconocía era que había sido rechazada por el Primer Triunvirato ya que usar una bandera propia era un signo de independencia.

Si mencionamos a la bandera, tenemos que hablar de María Catalina Echevarría, quien cosió y confeccionó, a orillas del río Paraná, la primera bandera argentina, la que izó Belgrano aquella vez.

María Catalina nació en Rosario en 1788. Quedó huérfana de pequeña y fue adoptada por Pedro Tuella, amigo de sus padres, dueño de un comercio de ramos generales donde también vendía telas.

Al momento de la creación de la bandera María Catalina estaba casada y vivía cerca del actual Monumento a la Bandera. Su hermano Vicente fue abogado, muy activo en el proceso revolucionario y amigo personal de Belgrano. Lo que se rescató de María Catalina fue por tradición oral, que sostiene que tomó del establecimiento de Pedro Tuella las telas, una azul celeste, la otra blanca y cosió esos dos paños que conformaron la primera bandera que identificó a nuestra patria.

Pacho O´Donnel, en su libro El grito sagrado, menciona: “La bandera que cosió María Catalina Echevarría de Vidal generó mucho rechazo en Rivadavia que le ordenó a Belgrano quemarla o enterrarla. María Catalina tuvo un alto espíritu patriótico, porque coser la bandera implicaba un fuerte compromiso con la causa de la independencia, sin embargo, la historia la ha olvidado, y olvidarse de la trascendencia de su personalidad es una demostración de cómo se despreció en la construcción de la argentinidad a la mujer humilde”.

Actualmente un pasaje del Monumento Nacional a la Bandera lleva su nombre y hay un mural que la recuerda, entregando ella misma esa bandera a Belgrano. También hay un vitral en la Catedral de Rosario donde se la ve en el momento que se iza por primera vez la bandera.

En medio del inicio de las sesiones de la Asamblea del año XIII un personaje anónimo pudo publicar en la Imprenta una Memoria sobre la necesidad de contener la demasiada y perjudicial licencia de las mujeres al hablar, donde decía:

“Yo hablo de esa libertad desmesurada y escandalosa […] que sin respeto alguno a tiempo, lugar ni persona, dolorosamente se observa en muchas de las señoras mujeres, persuadidas que lo apreciable de su sexo les sea un asilo seguro, desde donde puedan impunemente insultar al respetable magistrado, al honrado ciudadano, a la santidad de las leyes, a todo lo más sagrado que contiene el cuerpo social. […]

Da vergüenza, y toca ya la raya de lo escandaloso, el modo libre con que se expresa un número muy apreciable de jóvenes patricias en orden a los negocios políticos y que a fuerza de tantos sacrificios sostienen los dignos hijos de la patria…”

El documento denota el avance del rol de la mujer en aquella sociedad en la que ya se animaba a criticar a los “respetables” ciudadanos.

En diciembre de 1815, previo al cruce de los Andes, San Martín comentó la necesidad de tener una bandera que identificara al Ejército de los Andes. Las que comenzaron con este proyecto fueron Remedios de Escalada, Dolores Prats, Laureana Ferrari de Olazábal, Margarita Corvalán y Mercedes Álvarez. Laureana cuenta cómo […] “inmediatamente Remedios se puso a coser la bandera, mientras nosotras preparábamos las sedas y demás menesteres para bordar; de dos de mis abanicos sacamos gran cantidad de lentejuelas de oro, de una roseta de diamantes de mamá sacamos varios de ellos con engarce para adornar el óvalo y el sol del Escudo al que pusimos varias perlas del collar de Remedios.”

El 5 de enero de 1816 terminaron aquella bandera de un poco menos de un metro y medio por uno y veintidós centímetros. 

San Martín, que no deseaba mujeres en sus ejércitos y en especial en el cruce de la cordillera, tuvo un caso en su haber. Uno fue el de una mendocina, Pascuala Meneses, que se vistió de varón y se presentó como voluntaria. Incorporada a la columna que dirigía Las Heras, fue descubierta su identidad en plena marcha y se la hizo volver a Mendoza. San Martín se encontró con esta nota:

“Habiendo corrido el rumor de que el enemigo intentaba volver para esclavizar otra vez a la patria, me vestí de hombre y corrí presurosa al cuartel a recibir órdenes y tomar un fusil. El general Las Heras me confió una bandera para que la lleve y defienda con honor. Agregada al cuerpo del Comandante general don Toribio Dávalos, sufrí todo el rigor de la campaña. Mi sexo no ha sido impedimento para ser útil a la patria, y si en un varón es toda recomendación de valor, en una mujer es extraordinario tenerlo. Suplico a V.E. que examine lo que presento y juro. Y se sirva declarar mi libertad que es lo único que apetezco.”

La respuesta del general San Martín figura en los archivos históricos con esta mención: “Téngase presente a la suplicante en el primer sorteo que se haga por la libertad de los esclavos”.

Pascuala Meneses, chilena de origen, vivía en Mendoza cuando se estaba formando el Ejército de los Andes.

De acuerdo a las crónicas, esta joven de 19 años se presentó en el campamento de Plumerillo en 1816, suprimiendo la última letra de su nombre y se sumó al batallón y partió el 18 de enero de 1817 como parte de la columna de Las Heras, integrando un contingente de 30 granaderos y destinada al Regimiento de Granaderos a Caballo. No se sabe ni la fecha de su nacimiento ni la de su muerte. Acostumbrada desde niña a las labores campestres, con los arrieros y campesinos, su mal modo de hablar, le ayudaron a ocultar su identidad.

San Martín había reclamado que a nadie se le ocurriera mandar hijas que estén en edad de cuidar sus casas, que no pretendan desafiar las altas cumbres, ya que esos terrenos eran para los hombres.

Pascul(a) tenía habilidad para realizar todas las faenas, algunas de las cuales no eran habituales para los soldados: coser un botón, darle unas puntadas a una manga, freír un par de huevos, lavar un pañuelo. Estaba habituada por las necesidades a vivir en la intemperie, viajar a lomo de mula, sin joyas, sin bien alguno y sin familia, fue la contracara de las mujeres de la élite.

Estaban ya en Uspallata, cuando se descubrió el engaño. Las Heras sorprendido y emocionado le dio orden de despojarse del uniforme granadero y retirarse del ejército.

“Ella llevaba los ojos enrojecidos por las lágrimas inútiles de las súplicas, sus compañeros quedaron con la sensación sentimental de haber convivido con una muchacha. No se supo nada más de ella. Sólo quedó su nombre en las listas del recuerdo”.

Siguiendo con las mujeres y el General San Martín, sus dos amores fueron su esposa Remedios de Escalada y su hija Mercedes.

Remedios nació el 20 de noviembre de 1797. De muy jovencita se unió a la causa de los patriotas, aportando un fusil para los ejércitos criollos. En una de las tertulias de los Escalada, conoció a Remedios. Dicen que San Martín quedó muy impresionado y le comentó a su compañero de viaje Carlos de Alvear, “esa mujer me ha mirado para toda la vida”. Estuvieron de novios unos pocos días y se casaron el 12 de septiembre de 1812. José tenía 34 años y Remedios 15.

Partió para Mendoza siguiendo a su marido en 1814, en compañía de sus amigas Encarnación Demaría, Mercedes Álvarez y Benita Merlo de Corvalán y su criada la negra Jesusa.

Su marido estaba planificando el cruce de la cordillera para liberar Chile y Perú con el Ejército de los Andes, por lo que Remedios se dedicó a organizar a las damas mendocinas, alentándolas a desprenderse de sus joyas y a reunir fondos para adquirir las armas que necesitaban los soldados.

En medio de estos preparativos nació Mercedes Tomasa, la única hija de San Martín y Remedios de Escalada, el 24 de agosto de 1816. Merceditas vivirá sólo tres años en Mendoza junto a sus padres.

En 1819, Remedios estaba enferma y San Martín estaba próximo a iniciar su campaña al Perú, de modo que decidió mandar a sus dos mujeres a Buenos Aires. Remedios no quería volver porque tenía miedo de no volver a ver a su marido. Pero San Martín se impuso y para protegerlas le pidió a Belgrano que las escoltara en el trayecto de Córdoba a Santa Fe.

Remedios vivió cuatro años en casa de sus padres, durante los cuales su enfermedad, tuberculosis, se agravó. San Martín no podía regresar a Buenos Aires debido a que las autoridades unitarias amenazaban con enjuiciarlo y detenerlo. Finalmente, el 3 de agosto de 1823, Remedios murió sin haberlo visto por última vez. Su viudo colocará en su tumba en la Recoleta una lápida con la leyenda: “Aquí descansa Remedios de Escalada, esposa y amiga del general San Martín”.

Amenazado por el gobierno unitario, San Martín decidió abandonar el país en compañía de su hija Mercedes, rumbo a Europa.

Mercedes acompañó mucho a su padre, tanto en Grand Bourg como en Boulogne Sur Mer, hasta aquel final el 17 de agosto de 1850. La hija de San Martín y Remedios murió en París el 28 de febrero de 1875. 

Mercedes Sánchez, Eulalia Calderón y Carmen Ureta, arriesgaron su vida por la Independencia y por eso, sus nombres pasaron a la historia. Hubo muchas otras mujeres anónimas que, junto con algunos hombres, conformaron la red de espionaje y contraespionaje que posibilitó a San Martín cruzar los Andes y llevar adelante sus acciones libertadoras.

Todo empezó en 1814, San Martín había asumido como gobernador de Cuyo cuando comenzaron a llegar los soldados chilenos que habían sido derrotados por los españoles en Rancagua. Esto representaba una amenaza para los planes del Libertador, ya que las posibilidades de que los realistas cruzaran la cordillera para invadirnos eran muy altas.

San Martín trató de proteger las fronteras iniciando lo que se conoció como la “guerra de zapa”, que consistía en librar una guerra informativa y psicológica contra el enemigo para desorientarlo y confundirlo, haciendo circular mentiras, propagando rumores y entregándole información falsa, mientras al mismo tiempo, recababa datos imprescindibles.

Para eso, armó un sistema de emisarios que le permitía saber todo lo que sucedía en Chile. El cuartel lo instaló en Mendoza, donde armó una red de casas “operativas” ubicadas en localidades estratégicas y que pertenecían a vecinos patriotas, que a su vez, eran bien vistos por las autoridades españolas. Gracias a ellos, obtenía información sobre los planes, las armas y los movimientos de las tropas realistas.

En la guerra de zapa participaron mujeres como Eulalia Calderón, que pasaban datos desde postas, y como “la Chingolito”, que fue amante y confidente del gobernador realista de Chile, Casimiro Marcó del Pont y que ofició como una verdadera agente, ya que obtuvo información valiosa para la causa libertadora.

Las mujeres y hombres que actuaban como espías enviaban sus mensajes escritos en tinta invisible hecha con limón y que requerían de calor para ser leídos, o utilizaban un código numérico. Si los descubrían, corrían la peor de las suertes. Eso le sucedió a Águeda de Monasterio, que murió por los sufrimientos que le infringieron y cuyo cadáver prohibieron que fuese enterrado, como advertencia a todas las que se animaban a desafiar a las autoridades españolas.

San Martín pudo completar con éxito su misión. Cuando todo terminó, algunas de las que lo hicieron posible, como Carmen Ureta, fueron condecoradas.

Años más tarde San Martín contará entre sus espías a la guayaquileña Rosa Campusano Cornejo, en Perú. Fue una de las 112 mujeres condecoradas con la Orden del Sol creada por San Martín.

Los gobiernos provisorios que se sucedieron en las Provincias Unidas, con sede en la ciudad de Buenos Aires, eran centralistas, lo que fue provocando grandes tensiones con el resto de los pueblos, ciudades y provincias emergentes. Ante este escenario surgió la llamada Liga de los Pueblos Libres, una confederación de provincias aliadas que ofrecía una opción con bases populares para arbitrar en la cuestión de la independencia. Esta liga fue liderada por José Gervasio Artigas, gobernador de la Banda Oriental, y estaba conformada por las provincias de Córdoba, Corrientes, Entre Ríos, Santa Fe y los pueblos que componen la actual Misiones.

Artigas nació en Montevideo y propuso el reparto de tierras y ganado entre los sectores desposeídos de la Banda Oriental (hoy Uruguay).

Propuso por primera vez el federalismo, es decir, que todas las provincias fueran autónomas y no dependieran de Buenos Aires.

Eso preocupaba a los funcionarios “porteños”, y persiguieron a Artigas cuyas provincias no se presentaron al Congreso de Tucumán.

Destacan en esta época las llamadas “lanceras de Artigas”, mujeres africanas que participaron en todos los procesos de lucha por la independencia y consolidación de la Nación. Acompañaron a Artigas en sus luchas, en sus derrotas, en sus victorias y en su exilio.

Algunas de ellas fueron: la Chinita, Damiana Segovia, Melchora Cuenca (paraguaya, compañera

de vida de Artigas, con quien tuvieron una hija y un hijo), Rita N. de Carvalho, Rosa Antonia de Moreira, Maria Clara y Elena Pereira, Dominga Maxa, Josefa Antonia Jiménez, María Viaña, Soledad Cruz.

Seguramente una de las mujeres que mejor expresó las luchas revolucionarias por la independencia fue Juana Azurduy. Nació en 1780, desde chica aprendió a hablar junto al español, las lenguas de su tierra, el aymara y el quechua. A los 7 años quedó huérfana y sus tíos paternos quedaron a su cargo.

En 1797 su tía la internó en el convento de las Teresas de Chuquisaca pero en poco tiempo la expulsaron, comenzando a demostrar signos de su rebeldía.

Se hizo cargo de la hacienda de su padre y allí conoció a Manuel Ascencio Padilla con quien se casó en 1805 y tuvieron 5 hijos. Ambos empezaron a militar en las revoluciones de Chuquisaca y la Paz en 1809. Luego de la derrota de Huaqui, los realistas rodearon su casa en la que Juana resistió como pudo junto a sus hijos y lograron liberar a la familia.

Luego de la derrota de Ayohuma, todo parecía perdido para los patriotas, pero Juana y su marido organizaron batallones guerrilleros que llevaron adelante la resistencia en el Alto Perú.

Juana lo fue perdiendo todo, su casa, su tierra y cuatro de sus cinco hijos, Manuel, Mariano, Juliana y Mercedes, en medio de la lucha. Parió a su quinta hija Luisa, en 1815, en medio de los combates.

A Juana la intentaron capturar los realistas en Viluma el 14 de septiembre de 1816. Manuel vio que estaban por capturar a su compañera y se jugó la vida. Logró salvarla pero murió en combate junto a una compañera. Los enemigos exhibieron la cabeza de los dos guerrilleros en una pica, pensando que la mujer era Juana. Pero ella, logró escapar jurando venganza, poniéndose al frente de la guerrilla. El reconocimiento llegará de la mano de Belgrano, que nombró a la “amazona Juana Azurduy” teniente coronel de Milicias de los Decididos del Perú.

Juana y su gente marcharon hacia el Sur para unirse a las fuerzas de Güemes. Tras la muerte del caudillo, permaneció en Salta y desde allí escribió en 1825 esta carta a las autoridades de la provincia:

“A las muy honorables Juntas Provinciales:

Doña Juana Azurduy, coronada con el grado de Teniente Coronel por el Supremo Poder Ejecutivo Nacional, emigrada de las provincias de Charcas, me presento y digo: Que para concitar la compasión de V.H. y llamar vuestra atención sobre mi deplorable y lastimera suerte, juzgo inútil recorrer mi historia en el curso de la Revolución […]. Aunque animada de noble orgullo tampoco recordaré haber empuñado la espada en defensa de tan justa causa […]. La satisfacción de haber triunfado de los enemigos, más de una vez deshecho sus victoriosas y poderosas huestes, ha saciado mi ambición y compensado con usura mis fatigas; pero no puedo omitir el suplicar a V.H. se fije en que el origen de mis males y de la miseria en que fluctúo es mi ciega adhesión al sistema patrio […]. Después del fatal contraste en que perdí a mi marido y quedé sin los elementos necesarios para proseguir la guerra, renuncié a los indultos y a las generosas invitaciones con que se empeñó en atraerme el enemigo.

Abandoné mi domicilio y me expuse a buscar mi sepulcro en país desconocido, sólo por no ser testigo de la humillación de mi patria, ya que mis esfuerzos no podían acudir a salvarla. En este estado he pasado más de ocho años, y los más de los días sin más alimento que la esperanza de restituirme a mi país […]. Desnuda de todo arbitrio, sin relaciones ni influjo, en esta ciudad no hallo medio de proporcionarme los útiles y viáticos precisos para restituirme a mi casa […]. Si V.H. no se conduele de la viuda de un ciudadano que murió en servicio de la causa mejor, y de una pobre mujer que, a pesar de su insuficiencia, trabajó con suceso en ella […].”

La provincia de Salta le entregó cuatro mulas y cincuenta pesos para que volviera a su tierra natal, que había proclamado su independencia, a reencontrarse con Luisa, la única hija que le dejó la guerra.

Habían pasado cuatro años desde que estaba en Chuquisaca, cuando la visitó en su casa Simón Bolívar. Las palabras del Libertador fueron: “Este país no debería llamarse Bolivia en mi homenaje, sino Padilla o Azurduy, porque son ellos los que lo hicieron libre”.

Al ver las condiciones en las que vivía, Bolívar le otorgó una pensión, que en 1857 le quitaron. Cinco años más tarde, en 1862, Juana murió en la soledad, el olvido y la pobreza a sus 82 años.

En versos de Félix Luna y música de Ariel Ramírez, se la recuerda:

“Flor del Alto Perú / no hay otro capitán

Más valiente que tú. / Oigo tu voz

Más allá de Jujuy / y tu galope audaz / doña Juana Azurduy.

Me enamora la patria en agraz / desvelada recorro su faz

el español no pasará / con mujeres tendrá que pelear.

Si la quieren escuchar completa, les comparto este link a You Tube: https://www.youtube.com/watch?v=DoBJAz3Xk90.

La guerra de independencia abrió un escenario más amplio y más diversificado para la participación de las mujeres como ya vimos, actuando como espías infiltradas en las tropas realistas, como organizadoras de redes de información, aportando dinero, joyas, brindando refugio, realizando el transporte de alimentos, ropas y material bélico, asumiendo el sustento familiar ante la ausencia de los hombres integrantes de las tropas, atendiendo a los heridos. También peleando en el frente de batalla, conduciendo y participando en acciones de guerra, discutiendo estrategias y asumiendo consecuencias como la tortura, la violación y la muerte.

Las protagonistas de estas acciones provenían de todos los niveles sociales, desde indígenas, negras y mestizas hasta la elite criolla.

Muchas de estas mujeres, si bien reconocidas en las memorias y documentos de sus compañeros de armas como Belgrano, Viamonte, San Martín, han sido luego marginadas de la historia.

Otras mujeres participaron en las guerras de independencia, entre ellas las hermanas Cesárea y Fortunata de la Corte de Romero González jujeñas, sobrinas de Macacha Guemes, que combatieron en el ejército de Güemes contra españoles y luego contra la hegemonía porteña, también se destacaron durante las guerras de la independencia por su actuación en el campo de batalla, donde debieron vestirse de hombre para luchar contra los ejércitos realistas. También se pueden rescatar los nombres de Martina Silva Gurruchaga, Pascuala Balvás, María Elena Alurralde de Garmendia, María Loreto Sánchez de Peón y Frías y Juana Moro, entre otras tantas mujeres, seguramente anónimas que deben haber contribuido con su vida y su sacrifico a las luchas por la independencia.

María Loreto Sánchez de Peón y Frías fue jefa de Inteligencia de la Vanguardia del Ejército del Norte y autora del plan continental de Bomberas, aprobado y autorizado por el Gral. Güemes. Loreto conoció a Pedro José Frías, un revolucionario con el que tuvo dos hijos. Lideró Las Damas de Salta, un grupo conformado por amigas y conocidas, entre las que se encontraban Juana Moro de López, Petrona Arias, Juana Torino, Magdalena Güemes, Martina Silva de Gurruchaga y Andrea Zenarrusa, que eran ayudadas por sus hijos y criadas, y participaban mujeres de todas las clases sociales.

Juana Moro espiaba montada a caballo los movimientos del enemigo por un territorio que sólo ella conocía.

Llegaron a apresarla y la obligaron a cargar cadenas e incluso fue detenida, pero sobrevivió al salir unos días más tarde gracias a la ayuda de unos vecinos.

Se disfrazaban, ocultaban papeles entre sus faldas, montaban a caballo y recorrían largas distancias para obtener información y transmitirla al ejército patriota. Se organizaban para anticiparse a los planes del enemigo.

Carmen Puch, la mujer que murió de amor, nació en 1797 y era hija de un español que adhirió a la causa revolucionaria donando casi todos sus caballos a los Infernales de Martín Miguel de Güemes, comandante de este ejército.

La que los presentó fue Macacha Güemes de quien ya hablamos en el artículo anterior.

Carmen y Martín se casaron en 1815, a dos meses de que Güemes fuese nombrado gobernador. Ella tenía 18 años y él casi 30.

Dos años más tarde, comenzaron a nacer los hijos: Martín del Milagro, que luego fue gobernador de Salta; Luis e Ignacio, a quien Güemes nunca conoció. Carmen tuvo que cambiar de casa varias veces para proteger la seguridad de su familia y también acostumbrarse a ver partir a su hombre para librar tantas batallas.

La última carta de Martín hacia Carmen decía: “Mi idolatrada Carmen mía: Es tanto lo que tengo que hacer que no puedo escribirte como quisiera, pero no tengas cuidado de nada, pronto concluiremos esto y te daré a ti y a mis hijitos mil besos. Tu invariable Martín”.

El 7 de junio de 1821, los realistas hirieron de muerte a Güemes.

Al enterarse del asesinato de su marido, Carmen entró en una depresión que se transformó en terminal cuando también su tercer hijo, Ignacio, murió a los pocos días, antes de cumplir un año. La muchacha de 25 años decidió encerrarse en una habitación en casa de los Puch, sin moverse ni escuchar los ruegos de su padre y sus hermanos, finalmente murió de pena diez meses después que su amado, el 3 de abril de 1822.

Ante tantas amenazas internas y externas que se fueron narrando a lo largo de este artículo, el gobierno decidió afrontar la situación convocando a un Congreso que debía reunirse en la ciudad de Tucumán, en la casa que había prestado gentilmente María Francisca Bazán de Laguna.

Nació en 1744, hija de Juan Antonio Bazán y Figueroa y de Petrona Esteves.

El 1 de enero de 1762 contrajo enlace en San Miguel de Tucumán, con Miguel de Laguna, de quien quedó viuda en 1806.

Cuando se planteó la necesidad de un sitio acorde para la celebración de la reunión, ofreció y cedió desinteresadamente, su vivienda, una típica casona colonial ubicada en la calle de la Matriz y ella se trasladó a una residencia contigua también de su propiedad.

Incluso permitió la realización de reformas y modificaciones constructivas para agrandar el recinto destinado al desarrollo del Congreso.

Finalizada la etapa tucumana del mencionado Congreso, la residencia volvió nuevamente a las manos de su dueña. En 1872 fue comprada por el Gobierno Nacional que la utilizó como despacho para oficinas de correos y juzgados. En 1903 fue demolida, salvo la sala de reuniones del Congreso.

En 1941 se dispuso por ley, su reconstrucción. La casa de la Independencia es actualmente un Monumento Histórico Nacional.

El 24 de marzo de 1816 comenzaron las sesiones del Congreso y se resolvió que la presidencia fuera rotativa y mensual. Se designaron dos secretarios, Juan José Paso y José Mariano Serrano.

El primer asunto que debió tratar el Congreso fue el reemplazo del Director Supremo, Ignacio Álvarez Thomas, que había renunciado. Fue elegido para el cargo el diputado por San Luis, Juan Martín de Pueyrredón.

Luego los congresales se abocaron a debatir acerca de la forma de gobierno. La mayoría de ellos estaba de acuerdo con establecer una monarquía constitucional que era la forma más aceptada en la Europa de la restauración.

La única república importante que quedaba en pie era la de los Estados Unidos.

En la sesión del 6 de julio de 1816 Belgrano propuso que en vez de buscar un príncipe europeo o volver a estar bajo la autoridad española, se estableciera una monarquía encabezada por un príncipe inca como una forma de reparar las injusticias cometidas por los conquistadores españoles contra las culturas americanas.

El martes 9 de julio de 1816 el Congreso comenzó a sesionar y se trató el “proyecto de deliberación sobre la libertad e independencia del país”. Bajo la presidencia de Narciso Laprida, el secretario Juan José Paso, preguntó a los congresales “si querían que las Provincias de la Unión fuesen una nación libre de los reyes de España y su metrópoli”. Todos los diputados aprobaron la propuesta y firmaron el Acta de la Independencia que declaraba “solemnemente a la faz de la tierra, que es voluntad unánime e indubitable de estas provincias romper los vínculos que las ligaban a los Reyes de España, recuperar los derechos de que fueran despojadas e investirse del alto carácter de nación independiente del Rey Fernando VII, sus sucesores y metrópoli”.

Éramos independientes políticamente “de España y de toda dominación extranjera”, pero en lo económico empezamos a ser cada vez más dependientes de Inglaterra.

Nuestra transición desde la declaración de independencia hasta llegar a la formación de un Estado Nacional demoró casi un siglo, luego años más tardes se logró la Ley Nacional de Elecciones a principios del Siglo XX, a su vez durante ese Siglo se sucedieron formas de gobierno democráticas intercaladas por 6 golpes de Estado, hasta el último de 1976. Tuvimos un comienzo difícil en lo político, económico, social, con llegada de inmigrantes, con distintas culturas y recién a partir de 1983 hasta la actualidad viviendo bajo una forma democrática de gobierno. En el 2022, ¿somos totalmente independientes?.

 

 

 

 

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