Por Iván Giordana.
A riesgo de tirar por la borda mi modesta reputación construida en base a un comportamiento más o menos decente a lo largo de mis treinta y cinco años, me confesaré autor de un delito. Insignificante quizás, pero tan condenable como cualquier otro. Y no solo eso, también me declararé reincidente.
Me animo a hablar ahora porque tengo hijos a los que debo guiar por el camino del bien –que suele ser más espinoso que el otro- y porque el tiempo transcurrido desde la comisión de la falta hace que sea imposible que se me aplique una sanción (esa es la famosa prescripción que tanto citan los abogados).
Me refiero, para no dar más vueltas, a lo que los especialistas llaman hurto con escalamiento, es decir, la apropiación de un bien perteneciente a otra persona sorteando para ello algún obstáculo que el dueño del sitio hubiere puesto para resguardo de sus pertenencias. Este último dato no es menor pues es la razón por la que se agrava la pena.
Si usted está escandalizado por mi revelación, quisiera que se anime a confesar públicamente que jamás saltó un tapial o un alambrado para quedarse con las mandarinas o las naranjas de la planta del patio de una vecina que, como todos bien sabemos, son mucho más ricas que las que hay en el propio y más aún que las compradas en la verdulería. A eso apuntaba, por si no se había dado cuenta.
Una soleada tarde de mi lejana infancia, solo y aburrido, trepé por el lateral del asador y subí al techo de mi casa (todavía hoy no sé para qué). Era la hora de la siesta y nadie más que yo andaba despierto en el barrio. Dedicado al bello arte de contemplar libremente la creación dejando escapar los minutos, vi que a dos patios del mío había una planta repleta de quinotos. Yo detestaba los quinotos, pero más aborrecía el hastío. Con cuidadosos movimientos felinos me acerqué hasta el modesto árbol y empecé a arrancar sus frutos. Me entusiasmé tanto que para poder acumular todo lo que iba cortando tuve que improvisar una bolsa con mi remera. Cuando la hube llenado, volví a mi casa dejando a mi paso algunos quinotos que bien podrían haber llevado al dueño (mi vecino) hasta el malviviente (yo).
Extasiado, me senté a valuar el botín como el pirata que acaba de tomar un barco y se regodea frente a baúles repletos de joyas. Cincuenta y dos quinotos. Lustré el más grande de todos y lo mordí con fuerza. Estaba asquerosamente agrio. Como no pensaba desaprovechar lo que arriesgando mi pellejo había logrado obtener, comí un par más. Con el pretexto de que me los había regalado la abuela de mi amigo Gastón, se los di a mi mamá para que los preparara conforme a la tradicional receta familiar. Cuando me los ofreció como postre los rechacé de plano, en primer lugar porque nunca me gustaron, en segundo término porque ya se me había pasado la euforia que la ilegal obtención me había generado y, por último, porque los quinotos eran considerados por mí como una fruta que sólo podían gustarle a la gente mayor (en esa categoría entraban también los nísperos y los higos).
Ayer Tito me ofreció una compotera desbordada de quinotos en almíbar. Para no despreciar su gesto, probé uno. En honor a nuestra relación, comí otro más. Como ya no soy un niño, vacié el recipiente. Estaban riquísimos e increíblemente tiernos. Le pregunté si eran los del árbol que tiene en el patio, a lo que él me contestó que no, que eran de la planta de su vecina, pero que no levantara la perdiz porque se los había sacado mientras la señora dormía la siesta. Los de ella son más dulces, dijo mientras yo pedía que me sirviera un poquito más.