Por: Iván Giordana.

Crecí, como cualquier otro chico, bajo la estricta recomendación de no comer tantas porquerías.
Crecí, como cualquier otro chico, tentado por cuanta porquería se me cruzaba.
Cada vez que me excedía con las golosinas, escuchaba la misma cantinela:

– Ese chico debe tener lombrices, hay que hacerlo curar.

En el barrio teníamos, entre otros tantos personajes, una curandera que cuando nací, allá a principios del ´83, ya era vieja. Nunca supe su nombre y dudo de que alguien lo haya sabido; tampoco su edad. Era, simplemente, la Nona Viale.

Ella nos curaba a todos los de los alrededores y de cualquier afección menor: empacho, dolores musculares, ojeadura (la culebrilla y el pie de cabra, en cambio, le resultaban ingobernables).

Supongo que no cobraba por eso, o por lo menos no recuerdo haberle pagado alguna vez. Quizás haya sido uno de esos permisos de los que gozan los más pequeños y que, en cabeza de un adulto, quedarían como muestra de mala educación. Me viene a la memoria, eso sí, llegar muñido de alguna menudencia en concepto de contraprestación: una bolsita con caramelos, un paquete de masitas o, muy rara vez, un chocolate.

La Nona abría la puerta con mucho cuidado para que no se escapen sus perros y enseguida, con una interminable sonrisa que acentuaba las mil arrugas de su rostro, preguntaba por la familia y por la escuela.

Enterada del motivo de la visita, ordenaba:

– Esperame un ratito sentado que ya vengo.

Desaparecía vertiginosamente como el rayo verde y volvía al rato, ya un poco más seria, con el diagnóstico preciso.

– Estás así de empachado –y mostraba su puño fuertemente apretado.

Tuve la fortuna de esquivarle a problemas serios de salud, así que su casa fue mi consultorio durante mi niñez e incluso hasta en mi adolescencia. La última vez que pasé por allí ya había pegado el estirón y ella algo sobre eso me dijo.

Abandoné el barrio hace tiempo y extraño su diaria cadencia al recordarlo, aun cuando en esa imagen los colores se vayan poniendo opacos como los de aquellas viejas fotos de bordes redondeados que me muestran con flequillo, una pelota desvencijada y mi gato blanco.

Ella también dejó el barrio, aunque por otros motivos. Los antiguos vecinos, pocos ya, afirman que tenía más de cien años y que se llamaba Rosa.

Ayer, mientras mi hijo se rascaba la nariz con desesperación, su abuela dijo:

– Ese chico debe tener lombrices, hay que hacerlo curar.

Y a mí me agarró un chuchito de frío.

 

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