Por: Iván Giordana.
Cuando tenía sólo doce años y su hermano estaba por cumplir diez, Vicente recibió la aciaga noticia del fallecimiento de su mamá.
– Al principio no entendés nada –me dice mientras se acomoda en el sillón para narrarme su historia desde aquel nefasto momento en adelante.
Su padre trabajaba como ferroviario, empleo que a veces lo obligaba a pasar varios días “en la línea”, como se solía decir, así que en esas ocasiones los hermanos quedaban al cuidado de una tía o de la abuela materna. A ellas les deben cientos de besos de buenas noches.
Más tarde, flamante egresado de la escuela de policía y con diecinueve años recién estrenados, Vicente decidió casarse. Sus amigos, cuando se enteraron, pensaron que hablaba en broma o que estaba loco. A ninguno de ellos se les ocurrió pensar que lo que él necesitaba era una casa con aire fresco de juventud creadora, luz entrando oblicua por las ventanas abiertas de par en par, ruido rebotando en las paredes y, fundamentalmente, con su propia rama del árbol familiar creciendo lenta pero firmemente.
Al casamiento le siguieron los hijos. Primero el varón y después las dos nenas. El ritmo del diario trajín invitaba a olvidarse de la fatalidad, a pensarla distante y ocupada en otros quehaceres.
Sin embargo, una escarchada mañana del mes de mayo, dos horas después de haber despedido a Vicente en la puerta de casa y haber abierto la despensa que tenían en el frente, su esposa cayó desplomada en la cocina ante la desconcertada mirada de una de sus hijas.
Cuando Vicente llegó se encontró con una docena de personas, entre vecinos, enfermeras y médicos, que trataban de evitar lo inevitable. Su esposa había fallecido y él, con veintiocho, volvía a sentir aquél hondo y lacerante vacío, agravado ahora por su función de padre de tres hijos, uno de ellos de sólo seis meses.
– Al principio no entendés nada –repite mientras yo trato de disimular mis ojos vidriosos.
Los años que siguieron no resultaron fáciles. A sus tareas habituales en la policía, que por sí mismas ya le exigían salir de urgencia a cualquier hora o a ausentarse en madrugadas cerradas, tuvo que agregarle algunos extras durante los francos o los fines de semana. Recuerda con afecto la inestimable colaboración de una tía que vivía en la casa de al lado y que siempre le daba una mano con los chicos. Le parece verla cruzar el patio compartido envuelta en su desabillé dispuesta a velar el sueño de los chiquitines.
Vicente educó a sus hijos en el camino del trabajo y del estudio. Les habló y les demostró, una y mil veces, el valor de la honestidad, la constancia, el respeto y la tolerancia. Se enorgullece al hablar de ellos y sus profesiones, de los sabandijas de sus nietos y de lo afortunado que es por tener una compañera de fierro como Gabi, que llegó a su vida hace un par de años. Juntos soportaron el oscuro e inmenso dolor de haber perdido a un bebé a pocos días de nacido.
Como la vida siempre premia a quien se anima a levantarse después de cada caída, Vicente me anuncia que Gabi está embarazada.
– Al principio no entendés nada –me apunta con una alegría que se le escapa por todos los costados.
Le agradezco por su valiosa lección de vida y lo felicito por su sencillez y rectitud, por su vasta tenacidad para enfrentar los sinsabores y ahora sí, en la soledad de mi casa, me animo a dejar caer una lágrima, por qué no, si en pocos meses vendrá al mundo un niño de preciada madera.
Y se llamará Álvaro.
Tu niño lleva el mismo nombre! Gracias por el relato Ivan! Muy bueno como siempre! Como te dije, mientras lo vas leyendo te vas imaginando todo!
Emocionante!!
Aplausos Genio!!
Historias de vidas dificiles, realidades durisimas que te hacen reflexionar sobre lo importante de seguir luchando sin importar cuan grande es la piedra que entorpece el camino. ??