Por Julián Lucero.
Para mi mamá Nelimar
“En lugar de oír la voz que oía en el vacío, oí
una noche otra voz más dulce, más tierna.
Era, al mismo tiempo, más terrible.”
Joseph Sheridan Le Fanu
Nacho se retorcía de dolor en la hilera de personas que esperaban para recibir la bendición de la santita. Hacía siete meses que se habían desatado los cólicos que convirtieron su vida en un infierno. Su mamá le susurraba al oído: Tené paciencia. Falta poco. Todo va a estar bien. Ella tenía mucha fe y sostenía un rosario blanco que, después de la visita, colgaría en las ramas de algún árbol. La santita no pedía dinero o alimentos no perecederos. No pedía nada y, sin embargo, sus fieles habían convertido las calles de la ciudad de Sunchales en un santuario. Los troncos de los árboles estaban tapizados de fotos de personas de todo el país. De sus copas colgaban rosarios, cintas blancas, chupetes, escarpines, bufandas y pañuelos blancos. Los más creyentes, confeccionaban llamadores de ángeles con cientos de agujas que chocaban cuando el viento las agitaba y emitían un sonido apenas perceptible. Los vecinos, agradecidos por el milagro de la santa niña, montaban en sus jardines y veredas, altares que limitaban con piedras grandes y que llenaban de velas, golosinas y juguetes, que nadie se atrevía a tocar.
Nacho tenía doce años y el viaje a Sunchales había sido el más largo de su vida. Dejó de creer en los médicos que lo único que sabían decirle a su mamá era que su hígado estaba enfermo, en las curanderas, que lo obligaron a masticar piel seca de sapos. Tampoco creía en la santita. En la única persona en la que nacho creía era en su mamá. Incluso cuando los cólicos se intensificaban y lo obligaban a arrodillarse en el piso, él se reconfortaba en la mirada esperanzada y cansada de su mamá. Mantenía los ojos cerrados con fuerza pensando que iba a sonreírle y a mostrarle las cintas blancas que había comprado con sus ahorros para atar en alguna rama después de conocer a la nena. Sintió que alguien le hablaba a su mamá. Abrió los ojos y vio a una señora muy agradable en sus formas. Sus ojos eran de un color celeste intenso, inusuales. Nacho pensó que esa mujer, con esos ojos tan bellos, no pertenecía a este mundo. La señora se presentó. Dijo que era la abuela de Bianca, que su nieta los estaba esperando. Caminaron hasta la casa de la santita sin que ninguno de los fieles que esperaba en la fila dijera nada.
La casa de la santita se ubicaba al final de la calle Frondizi, a la izquierda, en la esquina. Su interior contrastaba con el aspecto sacro de las calles de Sunchales. Olía a torta, a mate, a cigarrillo, a aromatizante de ambiente. Olía a casa, a familia. Las paredes estaban pintadas de azul intenso. Una arcada conducía al antebaño. La habitación de la izquierda pertenecía a Neli y la de la derecha, a la Santita. Las rejas de las casa eran la única parte del recinto en la que las personas podía colgar objetos.
Mientras su mamá tomaba mates, Neli le dijo a Nacho que pase a ver a su nieta. Las dos mujeres hablaban como si se hubiesen conocido de toda la vida. Nacho pasó a la habitación un poco intranquilo. Él nunca había estado en la habitación de una nena. Estaba iluminada por un montón de velas blancas.
La santita estaba sentada en la cama, rodeada de peluches. Nacho se la había imaginado como a una especie de querubín rechoncho repleto de rulos perfectos y se encontró frente a una nena, como cualquier otra nena de unos seis años que pueda apuntarse en una escuela, plaza o juguetería. No existía un ápice de extravagancia en la santita. Se levantó y se acercó a Nacho sonriendo. De un oso de peluche que se encontraba al pie de la cama sacó un alfiler dorado. Le dijo a Nacho que extienda uno de sus dedos, que cierre los ojos y piense en algo lindo. Vas a sentir un pinchazo y después te voy a curar con un beso en el dedo. No abras los ojos. Tenés un olor raro que viene de tu panza, de la parte derecha. Lo sentí desde lejos y te mandé a buscar, explicó con su voz dulce.
Nacho despertó en la oscuridad. Estaba en el colectivo con la cabeza apoyada en la falda de su mamá; volvían. Nunca más sintió malestar alguno después de la visita a la santita de Sunchales. Su mamá le preguntó unos días después cómo era. Le contestó que era una nena de pelo lacio, castaño y ojos color miel. Esa santa, así y todo como la vez, tiene 25 años, comentó su mamá con lágrimas en los ojos y se hizo la señal de la cruz.
Bianca Margaría se sentaba todas las tardes y miraba, con mucha atención, a su mamá que era bioquímica y tenía un laboratorio pequeño en la parte delantera de su casa. Lo prefería a la televisión, a los juguetes o salir a la plaza a bañarse de luz y aire fresco. Su mamá se inquietaba a veces aunque, con el tiempo, se dio cuenta de que la presencia de su hija de calmaba a sus pacientes más nerviosos. Bianca quedaba petrificada cuando el émbolo de la jeringa ascendía y el cilindro se llenaba de sangre espesa, oscura. Después tragaba toda la saliva que había generado durante ese momento hipnótico.
Una noche de insomnio, se bajó de la cama con mucho cuidado para no despertar a sus padres, y buscó la caramelera que su mamá ocultaba en el modular del comedor. Se sentó y, mientras pelaba un caramelo masticable, pensó en el color de la sangre, en su brillo: también parecía caramelo. Dejó el dulce en el piso y caminó resuelta a la heladera del laboratorio. Tomó un tubo pequeño que contenía sangre, lo destapó y cubrió la boca del tubo con su lengua. Sabía que no podía beberla toda porque su mamá se daría cuenta y la castigaría. El líquido que su mamá sacaba de los pacientes era, sin lugar a dudas, lo más rico que había probado en su vida de cinco años. Esa noche, paso la lengua por todos los tubos, una, otra y otra vez.
Bianca descubrió que el gusto por las muestras de su mamá le permitió desarrollar algunas habilidades tan peculiares como su nuevo hallazgo. Un día se cortó el dedo sacándole punta a sus lápices de colores. Al observar la sangre que manaba del tajo, su saliva se hizo muy espesa, pegajosa. Apoyo la lengua en el corte y la herida cicatrizó inmediatamente. Su saliva era como una goma de borrar. Una tarde en el arenero del jardín, mientras todas las nenas y nenes jugaban y las seños charlaban distraídas, pensó en que podía llenar la cabeza de otras personas con sus ideas y manipularlas. Como cuando en la rueda de una bicicleta entra aire, en las cabezas podían entrar ideas insufladas, convincentes, imperativas. Experimentó con su mejor amiga. Le dio en secreto órdenes que cumplía sin titubear. Sin embargo, si se lo pedía en voz alta, el efecto no era el mismo. A la saliva curativa y el poder de manipular, se les sumó la agudización del olfato, que le permitía percibir desde las liendres en el cuero cabelludo hasta un resfriado o un empacho. Toda partícula que ingresaba a la nariz de Bianca era desmembrada o unida a su antojo. Jugaba a cortar y pegar olores.
En los meses subsecuentes a la primera cata, Bianca degustó la sangre de muchos sunchalenses. Había probado los restos aguachentos en bandejas de telgopor que quedaban cuando su mamá cocinaba bifes o alguna presa de pollo, pero no era lo mismo. Era sangre aguada. El sabor de los alimentos se fue desvaneciendo gradualmente para el paladar de la santita, desde el intenso apio de la sopa de verduras que siempre le había resultado inmunda, hasta el gusto dulce, lácteo y empalagoso de sus alfajores favoritos. En ese mundo insípido, sintió que las lamidas nocturnas no eran suficientes.
Una noche de tormenta, asustada por los destellos de luz y ruidos, se refugió entre sus padres. Abrigada en el calor de sus cuerpos, trazó con el olfato un mapa de todos los vasos sanguíneos que surgían del corazón, venas y arterias que se adelgazaban, ensanchaban y remataban en los confines e intersticios de la piel o en algún órgano. Los latidos impulsaban un aroma aún más exquisito que el que había probado en los tubos, cargado de sensaciones extrañas, gratas, ajenas e íntimas que Bianca anhelaba incorporar.
Inventó temores nocturnos para poder pasar más tiempo en la cama de sus padres. Les ordenó al oído descansar y no levantarse por nada del mundo. Ubicó con el olfato las arterias más expuestas y con una aguja que robó del laboratorio de su mamá, se alimentó de sus cuerpos hasta dejarlos vacíos de vida y borró con su saliva toda evidencia. Los médicos, invadidos por un temor inexplicable debido a la extraña muerte del matrimonio Margaría, declararon en el acta de defunción que se trató de un caso anemia fulminante. Neli tuvo que sobreponerse a la muerte de su hija para criar a su única nieta.
Mientras que los otros nenes y nenas de su edad se dedicaban a coleccionar figuritas o muñequitos de plástico que traían algunos chocolates, Bianca coleccionaba vidas. Metódicamente se involucraba con diferentes grupos de niños que jugaban en las calles. Insuflaba las palabras al oído y, en algún lugar oculto, se adueñaba de su esencia. Prefería trabajar cuando el sol se escondía. Por algún motivo extraño, la luz natural la molestaba y le producía tristeza.
Cuando la santita cumplió nueve años, su pediatra habló con Neli, preocupado por el estancamiento en su talla. Mencionó afecciones muy raras en las que algunas glándulas dejaban de producir hormonas que promovían el crecimiento y sugirió realizar una batería de análisis. Alarmada, Neli preguntó que si su nieta tenía la misma peste que estaba matando a los nenes de la ciudad. El médico le dijo que no, pero que algunas sustancias que Bianca tendría que tomar para los análisis eran inmunodepresoras y que lo más conveniente era que permaneciera internada. La enfermedad que estaba matando a los niños de Sunchales parecía flotar en silencio.
Bianca comprendió muy rápido lo que muchos adultos le explicaban, acerca de que las personas que morían no se desprendían completamente de uno. Llegó a conocer más a sus padres en su muerte. A Neli no la podía perder. Se negaba a vivir con sus tíos en otra ciudad. Todas las noches, con la misma aguja con la que se alimentó de sus padres, se pinchaba el dedo gordo y vertía gotas de sangre en la boca de su abuela, que dormía profundamente. Estaba segura de que, de esa manera, su abuela estaría con ella para siempre.
Las enfermeras de la clínica hablaban de la santita. La llamaban “La nena que dejó de crecer”. La empleada con más antigüedad del recinto, se negaba a entrar en la habitación de Bianca. Decía que la nena estaba muerta y que por eso no crecía. El resto suponía que los decesos infantiles que venían aconteciendo habían afectado a la enfermera y no daban mucho crédito a sus palabras.
Mientras esperaban con su abuela el diagnóstico de su padecer, la santita compartió su habitación con un señor que tenía cáncer en la vejiga. Todas las tardes, Bianca se acercaba a la cama y leía uno de sus cuentos favoritos, una versión ilustrada de Pulgarcito en la que las hijas del ogro tenían en su boca una hilera de colmillos afilados. Después hablaban un rato hasta que el señor se dormía. Su esposa, acostumbraba a rezar con un rosario blanco enredado en sus manos, mientras él dormía la siesta. La santita se unía a esos rezos y besaba la mano del enfermo cada vez que finalizaban una oración. El beso era extenso y parecía susurrar algo contra su piel. Durante su muestra de afecto y fe, succionaba eficientemente sangre a través de los poros de la piel. Junto con la sangre, ingería las células cancerosas que invadían a su víctima y borraba la marca con un movimiento imperceptible de su lengua. Después se acostaba satisfecha.
Una tarde interrumpió su lectura de Pulgarcito, lo miró y le dijo “Ya está, no tenés más nada”. El hombre sonrío, conmovido por la inocencia de la nena y la bondad en sus ojos color miel. Unos días después de ese episodio, su oncólogo le informó que la enfermedad había retrocedido de manera milagrosa y que con un tratamiento poco invasivo sería suficiente para borrarla del organismo completamente. La esposa del señor juró que la nena era la responsable del milagro y se encargó de hablar con todos sobre sus dotes. Los días subsecuentes, la santita recibió pacientes con enfermedades leves o avanzadas en su habitación y cosechó, con sus besos y rezos, milagros de manera masiva, que coincidieron con el cese de las muertes infantiles que azotaban a la comunidad. El pediatra de Bianca no encontró una explicación a su problema en los análisis que le realizaron. Después de haber presenciado los milagros que realizaba su paciente, poco le importaba si crecía o no.
Sunchales tenía su santa. La que curaba enfermedades terminables. La que acabó con la peste. La que no crecía. Todos los argentinos supieron de la santita.
Bianca Margaría no salió jamás de la casa de su abuela Neli, pero conoció el mundo. Montañas nevadas, playas paradisíacas, paisajes increíbles y culturas diversas, corrían por sus venas. Jamás creció y, sin embargo, conoció el amor y los placeres de la vida. Tuvo muchas familias, parejas, amigos e hijos.
Al final llegó el día en que decidió que su habitación era demasiado grande. Si ella en su pequeño cuerpo podía albergar tantas vidas, entonces no necesitaba un lugar tan grande para descansar. Le dijo a Neli que sólo quería velas para iluminar la habitación en el momento en el que la visitaran sus fieles. Descansó, desde ese entonces, acurrucada adentro del ropero, aferrándose fuerte al mundo que le pertenecía.