Por: Iván Giordana.
Escurridiza noche de viernes. La llovizna constante y las nubes bajas teñidas de anaranjado pálido invitaban a hibernar. Movido por el deseo de ver qué tenían para ofrecer los chicos de La Bolada, salí apresurado de casa porque sabía que estaba retrasado.
Entré a Amigos del Arte casi corriendo y Patricia me dijo que no me desesperara, que recién comenzaba el espectáculo. Javi me tenía reservada una butaca en fila cuatro, menos mal.
Por una cuestión de afinidad, por decirlo de algún modo, enseguida centré mis ojos en los sunchalenses. En Cristian, usted lo conoce, el muchacho de cabellera revoltosa que dirige los contenidos de HDP y que, para seguir alimentando mi teoría de que cada encuentro con él depara sorpresas inimaginables, estaba firmemente apostado ejecutando con catedrática vehemencia su violín. Las piernas bien abiertas, la derecha un poco más adelante, apenas flexionada y a la altura del pecho el arco acariciando gentilmente las cuerdas de su pequeño compañero recostado sobre su hombro izquierdo.
En el otro extremo del escenario estaba Emanuel, un virtuoso de la música, un prestigioso multinstumentista que hacía danzar sus manos sobre las piezas ajedrezadas de su teclado con la misma dulzura con la que luego acariciaba su preciado bandoneón para dejarlo aspirar un melancólico quejido primero, para permitirle exhalar un afinado empellón después. Faltaba un rato todavía para que largara todo y tomara la trompeta. Maravilloso. A él lo había escuchado hace un par de años atrás y, desde aquél día, mantuve su nombre grabado para no perderle pisada. Fue un placer volver a verlo sobre las tablas.
En el medio de ellos dos, los demás integrantes de esta fabulosa banda. Manu en percusión, dándole con destreza a los parches que por momentos largaban sonidos secos, casi hundidos, para transformarse más tarde en latidos angelicales y apacibles. Laureano en el bajo, marcando el ritmo con dedos pesados que recorrían el mástil de su instrumento con enérgica y precisa parsimonia. Delante de ellos, una guitarra mañera a la que Duilio domaba con maestría, punteando y rasgando, apagando el sonido de las cuerdas para, trascartón, hacer renacer su estridente bailoteo. Marito en la otra guitarra -y en el charango, y en la quena- modulando con señoría su envidiable voz y metiéndose al público en el bolsillo a medida que el recital avanzaba.
Como si todo eso fuera poco, aparecieron bailarines, músicos y cantantes amigos. Una verdadera fiesta para los sentidos.
Como toda expresión artística, la música no sólo necesita sabios ejecutantes sino también espectadores que sepan apreciarla. Ese es el lugar que me tocó ocupar frente a tan magnífica puesta en escena, por eso amplío mis aplausos del viernes con este texto. Escuchar a La Bolada me provocó un éxtasis embriagador, una infinita algarabía espiritual.
Si usted, amigo lector, se entera de que estos muchachos tienen previsto tocar nuevamente, aproveche para ir a verlos, y si durante las dos horas en las que estará embarcado en un placentero viaje a las más bellas melodías descubre que se le pone la piel de gallina cuando escucha una zamba, que sus talones andan marcando el compás de la chacarera en el piso, a sístole y diástole les da por carnavalear o se le espejan los ojos, no se asuste y póngase cómodo, son sólo estos seis desvergonzados que desnudan surtidas emociones de la mano de las exquisitas notas que caben en las cinco líneas horizontales de un pentagrama.