Por: Iván Giordana
y van todos caminando como en una procesión
de gente muda que no tiene corazón.
(Carnaval toda la vida. Los Fabulosos Cadillacs)
Si atendemos a la teoría evolutiva tenemos que aceptar que nuestros antepasados –facialmente mucho menos agraciados que nosotros- caminaron encorvados unos cuantos miles de años. A medida que sus capacidades físicas y su precario mecanismo cerebral se fueron complejizando, su postura y sus hábitos se fueron perfeccionando hasta llegar, muchísimos siglos más adelante, a lo que hoy conocemos como homo sapiens. Sin abundar en precisiones científicas diremos que esta especie es la única con aptitud para realizar actividades conceptuales y simbólicas complejas que van desde usar sistemas lingüísticos hasta desarrollar tecnología de punta para simplificar sus tareas cotidianas.
Cansados de la soledad primigenia, nuestros prehistóricos abuelitos se unieron en violentas hordas primero, en clanes después –cuando reconocieron un ascendiente común- y en tribus más adelante para formar, en última instancia, los pueblos de la antigüedad. Este largo proceso tuvo un único motor: la necesidad humana de relacionarse con los demás, de ligarse a otros. Fue y es imposible que un ser humano –incluso un amante del aislamiento como yo- crezca y se desarrolle sin vincularse con sus pares, sin interactuar con sus semejantes.
Ahora bien, la forma de hacerlo es la que fue cambiando. De la fuerza a los gestos, pasando por los balbuceos hasta llegar al idioma, en todos los casos fue preciso el encuentro, la comunión.
Hoy, con delgadas pantallas que se interponen entre nuestros ojos y el mundo, andamos notoriamente distraídos y cada vez más lejos de lo que ellas nos muestran. Ver en tiempo real (¿cuál es el tiempo irreal?) a un primo que está en la otra punta del continente o seguir a la distancia los primeros pasos de un nieto es una posibilidad asombrosa que ninguna otra generación había podido experimentar antes. Ahora bien, que a uno le avisen que no olvide el paraguas porque está por llover justo encima del lugar al que –a juzgar por la hora y el día- tiene pensado ir o le sugieran que escuche la canción –horrible y desafinada- que ya oyó el 42% de los habitantes del planeta me parece un poco excesivo. La supuesta y amplia libertad que nos promete la tecnología nos está volviendo fácilmente predecibles y absolutamente obedientes. “Ellos” saben todo de nosotros: dónde estamos, qué ejercicio practicamos, si mantenemos al día los impuestos, si preferimos las orquídeas a las rosas, cada cuánto tiempo vamos a misa, por qué camino nos gusta pasear los fines de semana, con qué asiduidad nos reunimos a comer con amigos o qué color son las zapatillas que dejarán en la puerta de nuestra casa dentro de 72 horas. Nuestra intimidad es cada vez más pública; estamos privados de nuestra privacidad.
No entienda usted, por favor, que estoy en contra de los adelantos tecnológicos. Todo lo contrario. Reconozco las innumerables bondades de los aparatos que nos facilitan quehaceres y celebro que gracias a las nuevas herramientas mis relatos lleguen a la palma de lectores que, en otra época, ni se enterarían de mi existencia. Lo que me preocupa es que las redes sociales digitales están poniendo en jaque a las otras, a las que sirvieron para unirnos, a esas que desde tiempos inmemoriales se tejen con miradas, palabras, abrazos, consejos, retos, lágrimas, discusiones, besos, sonrisas.
Es triste andar por la calle y ver tanta gente mirando hacia abajo, atendiendo las vacuas urgencias del cachivache luminoso que casi todos acarreamos.
Estamos tan encorvados como nuestros lejanos antepasados. Algo no anda del todo bien en la evolución.
¡Muy bien plasmado en exactas palabras!. Entre las facilidades y beneficios que nos brinda la tecnología, por lo cual debiéramos ser justos al utilizarla; nos vemos inmersos en adicciones y constantes perdidas de lo fundamental que son las relaciones (relaciones personales). ¡Aplaudo este texto!