Por: Julián Lucero
Ilustración: Bruno Maretto
“And now my bitter hands
chafe beneath the clouds
of what was everything
all the pictures have all been washed in black
tattooed everything”
“Y ahora mis manos amargas
se irritan bajo las nubes
de todo lo que fue
Todas las fotos fueron manchadas de negro
cubriéndolo todo”
Fragmento del tema musical Black, de Pearl Jam
Me distrajo un chillido corto. Sentí que despertaba violentamente de un sueño profundo. Invadido por el mal humor que me generan las sacudidas repentinas, busqué con la mirada al responsable. No tenía intenciones de intervenirlo. Pensé que una mirada bastaría. Una mirada de reproche, de odio. Un nene, de unos cuatro años, tiraba empecinado de la remera de su mamá y gritaba frente a su indiferencia. La mamá, que estaba muy atenta a lo que ocurría en la pantalla de su celular, dio un paso hacia adelante. Las manos del nene se soltaron de la remera y cayó de culo al piso. Chilló con más potencia. En ese preciso instante mi cabeza pudo conectar los chillidos. Ahí estaba el responsable, llorando solo, sentado al rayo del sol.
Unas hojas amarillas de Fresno, junto con un envoltorio de alfajor y una bolsita transparente, ascendían en espiral y formaban un remolino. La masa de aire usaba de adorno los desechos de las personas y de las plantas para dar cuenta de su presencia. De otra manera sería nada, como los fantasmas. Otra vez escuché un grito infantil. Como si esperara el colectivo en un parque de diversiones o un circo. Me maldije por haberme olvidado los auriculares. No provenía del nene del chillido sino de una nena que lloraba y se abrazaba intensamente a las piernas de un hombre que, supuse, era su papá, mientras se limpiaba las lágrimas y los mocos en su pantalón. Él, no reparaba en su llanto o en su pantalón. Conversaba, muy animado, con otro hombre. Carcajeaba divertido. Los dos tratábamos de perdernos, de escapar. La mujer del celular también ¿De quién queríamos escaparnos? De los rebeldes, por supuesto.
No sé por qué motivo, pero esa tarde la terminal estaba llena de rebeldes. Criaturas hambrientas de atención que llenaban con su jolgorio todo el espacio y tiempo para hacer, de ese, su momento. Como si el resto no tuviésemos intenciones de existir, de pensar, de prescindir de ellos. Enanos rozagantes que pasaban sus manitos llenas de baba y azúcar pegoteada de golosinas por todas las superficies. Que cantaban canciones infantiles capaces de borrar cualquier registro musical agradable que uno hubiese tenido la intención de repasar en su mente. Que usaban ropa con colores tan vivos que hacían que el resto de la realidad se percibiera lúgubre, opaca, muerta. Que olían perfumes dulces que difundían más allá de la nariz y se disolvían en la materia gris del cerebro. Que lloraban por cualquier estupidez como si fuera el fin del mundo o que sonreían todo el tiempo con una expresión de felicidad asquerosamente hipócrita.
Mientras buscaba unas toallitas impregnadas de líquido bactericida para limpiar mis manos adentro del portafolio, noté que la atmósfera cambiaba. Nervioso, froté uno a uno mis dedos con la toalla húmeda hasta que comenzó a soplar el viento. Parecía que se acercaba una tormenta de verano, aunque no había una sola nube en el cielo. Poseído por el mismo regocijo que me producen las nubes azules y los relámpagos, sentí como mi cuerpo se aflojaba vacío de fuerzas y tuve que soltar la toalla de papel.
Sucedió repentinamente. Del cielo bajaron remolinos de viento, como el que había visto antes pero más grandes, y formaron toboganes ascendentes. Millones de hojas, bolsas y papeles materializaban esos fenómenos que parecían lucirse ordenados como los juegos de una plaza. Los rebeldes abandonaron lo que estaban haciendo y, llenos de alegría y ansiedad, se dejaron llevar por el viento, giraron y subieron. Abrieron los brazos, gritaron de euforia ante el asombro de todos los que pudimos presenciar aquella escena sacada del país de Nunca Jamás. Algunos padres profirieron alaridos desgarradores. Por extraño que pueda sonar, asumí que no estaban desesperados porque sus hijos se elevaran en la columna de aire, abducidos por una fuerza extraña en esa tarde de otoño. Estaban desesperados porque de alguna manera, sin mediar palabras, sus hijos les dijeron que ya no les pertenecían, que eran del viento.
Como supe que algo estaba por cambiar, también supe que Iban a bajar pronto. Me tapé, con los dedos índices, los oídos y cerré fuerte los ojos. Sentí las manos transpiradas y temblorosas. Mis piernas percibieron un movimiento leve seguido de una salpicadura abundante, pegajosa y cálida. Me desmayé.
No sé cómo llegué a casa. Como una maldición, los rebeldes me arrebataron todos los recuerdos y están devorando lentamente mi vida con sus juegos de esa tarde de otoño. Cada pensamiento revive su despegue y el impacto de las gotas en mis piernas. Y por más que intento, durante las noches de insomnio, friego y friego, pero no puedo sacar las manchas de sangre de mi pantalón.