Seis y cuarto de la tarde de un martes sofocante de enero. Estoy en sala de espera del consultorio del osteópata y la radio, a lo lejos, pronostica más calor para los próximos cuatro días. Para los próximos mil años, digo en voz baja entre resoplos de desesperanza. El verano me pesa de pies a cabeza.

El médico se asoma para avisarme que está demorado así que meto la mano en el revistero y saco la publicación más gruesa de todas. Como imaginé, está ajada y mal doblada, es decir, con una parte de una entrevista como primera hoja y la tapa perdida entre el resto de las páginas manoseadas. Es inevitable, esto siempre es igual en estos lugares. Busco pacientemente la portada para saber qué revista es. La encuentro. Una modelo, con un perro en su regazo y un hombre con torso desnudo detrás asegura que la primavera le acercó al amor de su vida. Me pregunto si lo dirá por la mascota. Inspecciono el ejemplar de la manera más usual en estos ámbitos: de atrás hacia adelante y renegando para separar una página de la otra. Me aburro de tantas publicidades de productos de estética y la retorno a su promiscuo reposo.

Levanto la vista y examino el ambiente. Estudio sus detalles. Las puertas -ahora de color marrón claro- antes fueron celestes y mucho antes, blancas. Un cuadro del año del ñaupa muestra a un pavo real algo deslucido que me mira como diciendo “paciencia, esta sala está hecha para esperar”. La obra firmada por un tal Gervasio Olmos está torcida y aunque el ave no me lo reclame, mi manía me impulsa a enderezarla. Me alejo y la analizo. Ahora sí está en posición correcta, pobre bicho. Noto que el pequeño armario que está detrás del escritorio vacío tiene una de sus puertas corredizas abierta, de modo que la cierro con cuidado para que no se vean las carpetas apiladas en su interior. En ese instante una ráfaga de aire caliente empuja uno de los pliegos de la ventana y a su paso ladea el reloj de pared. Me apuro para volver cada cosa a su debido equilibrio. Me siento. Busco otra revista. Me abanico. Creo haber visto el foco del pórtico encendido. Lo confirmo y lo apago pues no es necesario que ilumine a esta hora. Ocupo la silla otra vez. Cierro los ojos e imagino un glaciar interminable. Saludo a un paciente que se retira. Es mi turno.

El médico me convoca. Nos estrechamos las manos y empezamos una charla que se extenderá por todo lo que dure la consulta. El galeno mide la altura de mis hombros y toma nota. Analiza la longitud de mis brazos. Presiona mis vértebras cervicales. Me ordena que me recueste en la camilla y hunde su pulgar debajo de mis costillas. Fuerza mi cadera izquierda. Alza mi pierna derecha y la mueve de un lado a otro. La estira. La exige. Siento que soy un pollo al que le están buscando la coyuntura para trozarlo. Respiro profundo. Aprieto los dientes entre sollozos. Exhalo lentamente. Maldigo el dolor. Termina la sesión.

Antes de salir del consultorio pido permiso y actualizo la fecha en el taco calendario porque hace rato que me perturba ver un día que no es correcto.

–Perdón doctor, estoy un poco obsesionado con poner las cosas en su lugar –digo con algo de vergüenza.

–No te preocupes –me contesta- eso mismo hago yo con todos tus huesos y encima te cobro.

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