Por Conrado Bocco
Como ocurría desde los últimos meses, mi pequeña hija me llamó en la madrugada. Desde que mi segundo marido fue a vivir con nosotros, así ocurría cada noche. Deslicé la puerta y avancé sobre la alfombra hasta la cama, para sentarme a su costado. Le sentí una respiración acelerada y el aroma de algalia proveniente de su transpiración. Prendí el velador y la encontré con mirada de laberinto. La ventana que daba al patio se abrió y como posada en el alféizar, ambas vimos el brillo de la luna. Un viento invernal ingresó al cuarto y tamizó la mezcla de olores. Eliminadas las esencias, persistió el perfume más intenso de hierro fundido, que sólo pertenece a la sangre fresca. Aletargada, Mariti dijo: “Me tenía cansada, mamá. Perdóname, pero tuve que matar al Cuco”. Un reguero de sangre conducía a su escaparate de juguetes, donde el cuerpo de mi marido yacía en un rincón.
Excelente. Con lo mínimo crea imágenes escalofriantes. Chapeau.