El Génesis y otras tantas narraciones antiguas dicen -y perdón que sea tan escueto en mi explicación- que los hombres hablaban una única lengua y que estaban construyendo un edificio para alcanzar el cielo. Como había serias posibilidades de que el buen entendimiento los llevara a cumplir cualquier objetivo que se propusieran, Yahveh -o el dios que guía al pueblo que cuenta el cuento- generó una confusión mayúscula mezclando sus palabras. De ahí, y siempre según estos relatos referidos a la famosa Torre de Babel, nacieron los idiomas y sus parientes cercanos, los dialectos.
El español, que es el que nos pertenece a los que pisamos esta porción del globo, tiene tantos ribetes exquisitos como reglas complejas. Deriva del latín vulgar y es una de las lenguas romance, de ahí su riqueza. Podría escribir cientos de páginas con datos precisos sobre su historia, reseñar los grandes cambios de los últimos siglos, enumerar a quienes lo exaltaron a través de sus obras y así aburrirlo más temprano que tarde. Para evitar ese fastidio, prefiero ser tan sucinto como siempre y dedicarme pura y exclusivamente a un par de situaciones extrañas que se dan con algunas palabras y frases en particular. Veamos.
Aunque se usen como sinónimos, tilde y acento no lo son. La primera incluye cualquier trazo sobre una letra -incluso la pequeña raya transversal de la t o la virgulilla de la ñ- y el segundo indica qué sílaba tiene mayor intensidad, aun cuando no haya ningún símbolo visible que así lo exteriorice. Más allá de eso, lo cierto es que un pequeño signo gráfico por encima de una vocal logra cambiar radicalmente el peso específico del término. Repare usted en la discrepancia entre lástima y lastima o entre revólver y revolver.
Curioso es lo que sucede con murciélago o euforia (entre otras), que tienen en su composición las cinco vocales o con atroz, que empieza y termina como el mismísimo abecedario. Oración aparte merecen los simpáticos palíndromos, que son aquellos vocablos que se leen igual de izquierda a derecha que de derecha a izquierda. Reconocer y anilina son clásicos modelos de ello.
En otro orden, hay verbos que aunque aceptan diferentes usos, la costumbre siempre los asocia a una única acción. Eso sucede, por ejemplo, con la voz muñir, que casi nunca se la encuentra ligada más que a la vajilla que hay que llevar a algún evento. Rara vez se oye “rogamos muñirse de documentos” o “por favor, preséntese muñido de estudios médicos”. Algo similar ocurre con la palabra desinsacular, que se emplea asiduamente en el ámbito judicial y que refiere al acto de extraer una bola o un papel previamente puesto en un saco o bolsa; es casi imposible oírla en un sorteo cualquiera o en una votación.
Luego, existen expresiones que aceptan una doble articulación: tomemos a la ya referida tilde y al sustantivo mar; a cualquiera de esas voces podemos decirle el o la sin temor a equivocarnos.
Dejando las palabras propiamente dichas y ampliando el espectro, damos con frases a las que recurrimos a diario y a las que bien podríamos pulir para darle el sentido preciso. Es común escuchar que “hay que sentarse a negociar un determinado asunto”, como si el acto de encarar una negociación no aceptaría la posibilidad de hacerlo de pie. En los casos en que recibimos una buena noticia y después una mala decimos que “la vida es una de cal y otra de arena”, sin saber bien cuál de ellas corresponde a la favorable y cuál a la otra.
Como verá, esta pequeñísima muestra es prueba fehaciente del enorme y admirable caudal de nuestro idioma, de modo que yo, como humilde contador de historias sin mayor formación que la que me regaló la lectura, no puedo darme el lujo de faltarle el respeto o de menospreciar su poder. Las palabras son tanto o más peligrosas que las armas, tienen la maravillosa cualidad de unirnos y la inigualable posibilidad de condenarnos al perpetuo desencuentro. No las obliguemos a decir lo que no quieren ni las simplifiquemos sin sentido pues corremos el riesgo de comenzar a cavar los cimientos de una nueva Torre de Babel. No entendernos es el primer paso para no reconocernos.
Tres años pasaron desde mi primera publicación en Hijos del Pueblo y, honestamente, siento que es hora de un descanso. Suena el timbre. Salgamos al patio a despejarnos, amigo lector. No se sorprenda si al regreso del recreo está escrita la palabra GRACIAS en el pizarrón. Usted sabe cómo son los alumnos cuando nadie los ve.