Por: Iván Giordana.

Alejo Edelmiro Frassoni, tercera generación al mando del negocio familiar, estaba en la lona. El icónico almacén de ramos generales que su abuelo había fundado estaba fundido. Los vaivenes económicos y los cambios sociales habían reducido aquel gran local -en el que se ofrecía desde pimienta hasta heladeras- a un pobre mercado de barrio con productos tristemente acomodados en estanterías casi vacías.

Pese a las esperanzas y el esfuerzo de su padre, Alejo no había heredado ni aprendido los gajes del oficio. Le costaba conseguir buenos precios y le daba lástima cobrarle a quien le lloraba un poco la carta. A los proveedores les encargaba mucho de lo innecesario y poco de lo imprescindible. Subsistía más por la gratitud de los vecinos –algunos llegaban a no exigirle el vuelto- que por el propio giro comercial de su modesta empresa.

Pese a la discontinuidad en los pagos y quizás por una cuestión rayana a la caridad, Nolo Pisano era el único distribuidor que sin que lo llamaran seguía pasando los martes a primera hora por el negocio de Alejo. Detenía su pequeño camión repleto de bebidas, bajaba de un salto y gritaba desde el pórtico:

– Frassoni! ¿Te bajo algo?

– Si me aguantás hasta el fin de semana, dejame lo mismo de siempre.

Los sábados al mediodía, luego de trabar con candado la persiana metálica del ingreso principal, Alejo tocaba timbre en la casa de Nolo con el escaso dinero que había logrado reunir. Muy pocas veces llegaba a cubrir el saldo de su deuda semanal, de modo que su pasivo crecía a pasos de gigante.

Si bien Nolo era contemplativo y priorizaba la relación afectiva que lo unía a Frassoni por sobre las cuestiones dinerarias, sus propias urgencias lo estaban acorralando. Acuciado por vencimientos y gastos extraordinarios, Nolo no tuvo más remedio que tomar la dura decisión de exigir el pago de la deuda.

El martes inmediato posterior, estacionó cuidadosamente su vehículo de reparto y con un nudo en el estómago se presentó dispuesto a poner en claro las cuentas.

– Mirá Alejo, ya me debés un mes entero y casi la mitad de lo que te vendí en los dos anteriores, ¿podremos poner al día por lo menos una parte? –preguntó desinflando paulatinamente el tono de voz, quizás intimidado por la imagen del Frassoni fundador del comercio que lo miraba desde un cuadro escoltado por la imagen de la Virgen de Luján.

– Uh, Nolo, me agarraste sin un mango, viste que recién arranca la semana…

– Ya sé, pero no puedo más, dame lo que tengas, estoy medio ahorcado.

– Pasa que ando pelado che, mirá la caja –Alejo abrió la registradora a modo de prueba.

– Está bien, yo te entiendo, te tengo aprecio, pero no hago beneficencia, viste, así que hasta que no largues un mango, no te bajo nada –dijo el distribuidor un tanto enojado.

– No te enchivés Nolo, a lo mejor lo podemos acomodar.

– Ah, sí, ¿cómo? A ver, decime. Pensé que a mí no me ibas a joder, pero veo que estoy en la misma que los otros, ¡con todo lo que te aguanté, hermano!

– Te puedo hacer un cheque –ofreció el vendedor.

– ¿Un cheque? ¿Vos te manejás con cheques?

– Sí, te puedo hacer uno para el viernes.

– ¿Para el viernes? ¿Estás seguro de lo que decís?

– Pero sí Nolo, bajame lo mismo de siempre y yo te doy un cheque para cubrir lo viejo y lo de hoy.

Nolo volvió al camión desconcertado, se reprochó algo en voz baja y metiendo sus largos dedos en los huecos de los cajones, descargó lo que era costumbre.

-Gracias Nolo querido, sabía que podía contar con vos –dijo Alejo mientras extendía el documento.

Nolo Pisano, con una mezcla de alivio y culpa, saludó amablemente y buscó la puerta de salida. Estaba a punto de cruzar el umbral cuando escuchó la voz de Alejo:

– Ah, Nolo, si lográs cobrar el cheque avisame así me hago uno para mí.

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