Por: Julián Lucero
Acomodado en el asiento del colectivo, el que da a la ventana, leo un ejemplar de bolsillo, usado, un poco deshojado, reniego en el intento de contener las páginas amarillentas que quieren escaparse. Es un recurso para mantenerme despierto. Tengo arraigado en algún intersticio de mi cerebro un terror absurdo a quedarme dormido y despertarme en el norte de la provincia, como si se tratara de la peor cosa que podría sucederme; como si la realidad se alteraría de manera irreversible ante semejante suceso. Y aunque recuerdo una frase que dijo alguien: “Nadie es indispensable en la vida de nadie”, no puedo relajarme.
Cuando el colectivo retorna a la ruta 34 después de su ingreso a Lehmann, me disperso. Marco el libro, lo cierro y lo guardo en la mochila. Tengo un poco de sueño. Podría dormir si quisiera, pero después voy a estar abombado y tengo cinco horas de trabajo por delante, tengo que resistir un poco, media hora; voy a mirar por la ventana, a perderme en la llanura. Registro lo que veo con espíritu científico, cosas que a nadie le importan pero que me mantendrán despierto: árboles, árboles, más árboles, osamenta, caranchos, arroyo “Las penquitas”. Fijo mi vista en el horizonte. Allá lejos, en algún campo rural, unos árboles gigantes, eucaliptus o casuarinas, parecen moverse. Cuando era chico, me gustaba pensar que eran gigantes que caminaban lejos y que en cualquier momento vendrían a pisotearnos.
Me duermo. Mi cuello traicionero se relaja. Abro los ojos asustado, no pasó nada, unos minutos; la vida continúa. El colectivo intenta pasar a un camión. En la lona verde del vehículo, distingo un tajo corto, un agujero, que se abre. En su interior, una cara espantosa me mira fijamente. Un rostro blanco con ojos grandes, muy abiertos y cejas negras bien marcadas. Hay muchos pasajeros pero me está mirando a mí. Desaparece dentro del camión y el tajo de la lona se cierra como un telón. El colectivo retrocede y se posiciona detrás del camión nuevamente ¡Esa cara espantosa! ¿Nadie la vio? Evidentemente no. Alguien habría chillado. Siempre que pasan cosas afuera los pasajeros se alteran. Tal vez me dormí y en ese lapso corto soñé esa cara prisionera de la lona verde, pero parecía tan real.
El colectivo intenta pasar al camión nuevamente. Fijo en la lona verde del acoplado. Ahí está, no estoy soñando. Me está mirando. Estoy aterrado. La gente permanece imperturbable. Algunos duermen, otros escuchan música. Un bebé llora y dos señores no paran de hablar. Si grito me van a encerrar en un loquero. Si callo, voy a soñar con esa cara el resto de mi vida; me va a seguir despierto, en sueños, cuando cierre los ojos ¿Qué hace esa cara ahí? ¿A quién pertenece? El colectivo retrocede nuevamente y la cara desaparece de mi campo visual, aunque sus facciones se quedan conmigo.
Me mantengo alerta, porque la ruta 34 está muy transitada. No hay forma de que el colectivo pase al camión. Entonces voy a poder ver qué hace. Si sigue al norte, entonces viviré con incertidumbre. Afortunadamente, si es que existe algo de fortuna en una cara horrible y demoníaca que emerge de un agujero en una lona verde, el camión estaciona en la banquina cercana a la estación de servicio, en la entrada de Sunchales. Tengo que saber qué pasa.
Bajo en la primera parada. Cruzo la avenida Yrigoyen. El sol está demasiado fuerte. Camino acelerado. Unas gotas de transpiración entran en contacto con mis ojos y nublan mi visión. Ubico el camión, el conductor está al lado, no sé qué hace, no puedo ver con claridad. Distingo apenas una figura masculina, delgada, que abandona el vehículo y camina hacia los baños de la estación. Es mi oportunidad.
Me paro frente al acoplado del camión y levanto la vista. La lona verde está sana; ahí no hay nada. Una pesadilla de porquería por la que voy a llegar tarde al trabajo. Percibo un olor extraño, fuerte y desagradable. Una mezcla de orina y a carne podrida. Algo araña la lona desde el interior del camión. Cientos de dedos blancos, con uñas largas emergen simultáneamente y destruyen la lona. En el interior del acoplado hay una chica, muy joven. Está desnuda, desnutrida, partes de su piel fueron arrancadas por lo que parecen mordiscos. Tiene huellas de quemaduras de cigarrillos por todas partes. Abre la boca y deja caer un hilo de baba y sangre. Estiro mi brazo, le digo que se baje; tengo que salvarla. Si no la salvo soy cómplice. Alguien putea, es el camionero. Ahora lo veo bien. Joven, barbudo, muy flaco. Tiene algo en la mano derecha con lo que me golpea, una, dos veces. Aturdido, caigo al piso y el día, se suspende en un vacío absoluto.
Despierto en la oscuridad. Estoy en un lugar cerrado, en movimiento. Trato de pararme pero todos mis músculos están doloridos, un poco entumecidos. Percibo mi piel, rasposa, colgante. Tengo la boca seca y mis entrañas llenan el espacio de un olor asqueroso, fétido. Muevo la lengua y encuentro cavidades; alguien me arrancó los dientes. Después de muchos intentos, logro ponerme de pie y con las uñas, que están largas por lo que puedo percibir y se reducen al único recurso con el que cuento, rasco en una de las paredes que parece de lona. Se dibuja un haz de luz. Uso el filo para hacer un corte que me permita sacar la cabeza pero pierdo la fuerza. Me sostengo como puedo y sumerjo la cara, presionando como la haría un bebé para salir del interior de su mamá. El exceso de luz satura mi visión y un fogonazo me obliga a cerrar los ojos. Cuando los abro, distingo figuras; una ruta que escapa, un horizonte que escapa y a la derecha, por un breve instante, un colectivo. Me veo sentado, con un libro, atrapado en la lectura. Veo lo que fui, que dista mucho de lo que soy ahora. Mi antiguo yo no me registra. Soy una nena de seis años que estrangularon con la mochila; soy una chica de vacaciones que violaron y mataron adentro de su carpa; soy una adolescente que murió apuñalada mientras dormía; soy una maestra asesinada por comprometerse con su trabajo; soy una joven desollada, tirada entre sus vísceras en un lugar público; soy una prostituta acuchillada por un cliente que a nadie importo; soy una madre, asesinada por mi marido, el padre de mis hijos. Soy todo eso que en la luz encuentra indiferencia.