Por: Iván Giordana

Once y cuarenta de la mañana del primer viernes de febrero en un pueblo polvoriento del oeste santafesino. Sol despiadado sobre la pampa gringa. A pocas cuadras del acceso al caserío las vacas se amontonan debajo de los paraísos. El camión regador pasa por las calles que rodean la plaza, apaga la tierra frente a la capilla –el Padre es un poco insistente con eso- y también frente a la comisaría y el juzgado. El viejo boliche la liga de rebote, porque está justo al lado del dispensario que también recibe la bendición comunal a diario. A las calles más alejadas no les llegará el alivio sino hasta la tardecita y día de por medio; hace rato que no pega un buen chaparrón y hay que cuidar el agua.

Los novios entran al Registro Civil –delegación a cargo del magistrado local- emperifollados de pies a cabeza, acompañados por familiares y amigos. Lorena va liviana y con delicados zapatos de taco bajo, procurando que el maquillaje perdure y que su sobrino no le manche la ropa con el alfajor de chocolate que se le derrite en la mano regordeta. Víctor se arrepiente de no haber elegido otro color de camisa, el celeste se oscurece con cada gota de sudor que roza la tela.

La oficina es chica para tantos asistentes. La única ventana permanece herméticamente cerrada para evitar que entre el calor. El ventilador de pie –lento, ruidoso- no gira porque hace rato que se le perdió la perilla que habilitaba la oscilación. El escritorio parece un desierto sólo interrumpido por dos grandes libros y un lapicero repleto de biromes publicitarias. Un antiguo fichero de chapa al que le falta uno de los cuatro cajones y tres sillas –dos para las visitas y una para el titular del juzgado- completan el mobiliario.

Pasan los minutos, la hora pactada se acerca pero el juez no aparece. Víctor se pone nervioso, se abre paso entre los parientes, sale del recinto y golpea la puerta vecina, la de la comisaría. Un oficial con los pantalones de la fuerza, en musculosa y con un delantal de cocina atiende solícito.

–Perdón, ¿el juez está acá? –pregunta el joven con cierto temor.

–Sí, pase mi amigo –responde el uniformado semidesnudo.

–No, gracias, sólo dígale que lo busca Víctor.

El juez aparece quitándose un carozo de aceituna de la boca y estrecha la mano del enamorado que no para de transpirar.

–Qué pinta hermano, ¿qué anda pasando?

–Es que hoy me caso –respondió Víctor.

–Ma´ no querido, habíamos quedado que lo hacíamos el viernes próximo, ¿te acordás?

–Es que…

–La sentencia de tu divorcio no llegó, la va a traer el Cabezón Marini el martes, sin eso no podemos celebrar el nuevo matrimonio.

–No me diga eso señor, tengo a la Lorena y a toda la familia esperando, hasta mis primos de Ojo de Agua vinieron. Además reservamos el salón del club y mi tío tiene el lechón en el horno.

–Uh, qué macana che.

–¿Podemos hacerlo igual? Dejamos la fecha del acta en blanco, le prometo que no decimos nada.

–Pero…

–La llamo a la Lorena y le explico, ella va a saber guardar el secreto. Además, una vez hizo de vendedora de empanadas en un acto del 25 de mayo y viera qué bien le salió.

–Este…

–Y de paso se viene a almorzar con nosotros.

Con una mezcla de fastidio y alegría, el funcionario público pide permiso para ausentarse unos segundos y marcha dubitativo hacia el baño.

Víctor convoca a su chica y le explica brevemente lo sucedido. Ella muestra cierto disgusto que amenaza con transformarse en llanto. Maldice a su suerte y se resigna resoplando.

El juez resurge perfumado y peinado hacia atrás, se coloca entre los contrayentes y tomándolos de la cintura –novio a la izquierda, novia a la derecha- los guía lentamente hacia su despacho.

–Vamos chicos, vamos, que si no nos apuramos se nos va a pasar el lechón. La semana que viene les alcanzo un regalito.

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