Por: Iván Giordana.
Esta es la historia de Camila, una veinteañera que también podría llamarse Melisa, Bianca, Virginia o Lourdes, porque el nombre no es verdadero ni importante aunque los hechos sí.
Ardía el verano del 2003 y Camila estaba sin trabajo. Había repartido currículums por toda la ciudad e incluso por las de los alrededores pero nadie la había llamado. Aprovechando los beneficios de internet, aunque con poca esperanza, cargó su historia laboral en una página de búsqueda de personal.
A los pocos días recibió un correo electrónico de una empresa mendocina que ofrecía un puesto de empleada administrativa. Sexo femenino (Excluyente). Menor de 28 años. Buena presencia y manejo de inglés.
La cita era en la ciudad cordillerana un viernes de febrero a las dos de la tarde. Las tres combinaciones de colectivo que Camila tenía que tomar para llegar a destino significaban una absurda demora que bien podría evitarse yendo en auto. Por esa razón, sus padres se ofrecieron para llevarla.
El domicilio en el que tenía que presentarse Camila no resultaba fácil de encontrar, la calle se bifurcaba, discontinuaba su numeración y, para peor, inesperadas cortadas desestructuraban el achatado barrio.
Ubicado el lugar, Camila tocó el timbre extrañada por encontrarse con una simple casa y no con una oficina. Un hombre que rondaba los cuarenta años, informalmente vestido aunque intensamente perfumado, le dio la bienvenida y la hizo pasar a una amplia habitación mal iluminada en la que otra joven esperaba ansiosa. El supuesto empresario se sentó detrás de un lustroso escritorio y le pidió a las postulantes que hicieran lo mismo al frente. A lo singular que resultaba el ambiente se le sumó lo inusual de la charla. El sujeto extrajo dos aromatizadores de una caja y comenzó a explicar cómo estaban fabricados, dónde, de qué manera funcionaban y un par de imbecilidades más que poco tenían que ver con las condiciones del futuro empleo. Mientras tanto, un individuo silencioso, enjuto, con gordas bolsas debajo los ojos y prominente nariz, entraba por una puerta lateral, miraba hacia afuera por las hendijas apenas abiertas de la ventana y se escabullía otra vez muy lentamente por el costado. El hombre detrás del escritorio seguía hablando de cosas superfluas, divagando sin preguntar antecedentes ni expectativas de las candidatas y mirando alrededor constantemente. El otro sujeto, el de la puerta, volvía a aparecer y a vigilar el exterior para luego evaporarse no sin antes efectuar un sigiloso llamado telefónico desde su celular y mirar fijamente al que hablaba de cualquier cosa que se le cruzaba por la cabeza menos de trabajo. Entre el calor agobiante de esa habitación cerrada, el palabrerío vacío y el sospechoso merodeo del intermitente visitante, Camila entró en un estado nervioso que disimuló como pudo durante las tres fatigosas y eternas horas en las que no tomó una gota de agua ni abandonó su silla para ir al baño.
A las cinco de la tarde, y luego de asentir con la cabeza a una seña del peculiar individuo que esa vez sólo asomó su rostro, el tipo que las retenía les dijo a las aspirantes que cualquier novedad se las comunicaría y las dejó salir. Los padres de Camila, preocupados por el retraso, la apuraron para que subiese al auto y le ofrecieron a la otra joven llevarla hasta su departamento, gesto que agradeció pero no aceptó.
Recobrada la calma y habiendo dejado atrás la ciudad, Camila reconoció que a juzgar por la actitud de los hombres la entrevista laboral había sido sólo una excusa, un disfraz; que si no hubiese sido por sus padres, que arruinaron los planes de los captores habiendo permanecido frente a esa casa, posiblemente ella estaría camino a algún siniestro lugar. Como si algo hubiese faltado para comprobar la perversidad de los propósitos, al día siguiente la casilla de correo desde donde la habían convocado ya no existía y el nombre de la supuesta empresa no aparecía en la red.
Esta es la historia de Camila, una veinteañera que también podría llamarse Florencia, Natalia, Josefina o Lorena, y que me pidió que se las cuente para que, entre todos, nos mantengamos alerta. Es temporada de caza.
Igual… Piel de gallina…