“El tiempo, que va pasando, como la vida no vuelve más”.
Zamba de mi esperanza. Luis Profili.
El tiempo es, hablando en criollo, una magnitud física que sirve para medir la duración o la separación de los acontecimientos. Gracias a él podemos ordenar un pasado, un futuro y un presente que, si nos ponemos exquisitos, no sería más que un constante pasado inmediato.
Ahora bien, como contraposición a ese régimen objetivo y riguroso está la experiencia subjetiva del tiempo, algo así como la forma en que cada persona percibe el paso de las horas y los días.
Como mi intención no es ahondar en tecnicismos que exceden mi sapiencia sino referir algunas situaciones que ilustren lo antedicho, me remontaré a mi lejana niñez y lo invitaré a usted, amigo lector, a viajar conmigo.
Todos los 8 de diciembre, religiosamente, mi madre armaba el árbol de Navidad. Como era de esperar, lo desarmaba veintinueve amaneceres después, período que para mí era tan extenso como una excursión a Plutón. Eso también me pasaba con las vacaciones, pues marzo quedaba tan lejos del último día del ciclo lectivo anterior que creía que tardaría décadas en llegar. Compartir un almuerzo familiar en casa de mis tíos llevaba, en términos matemáticos y con traslado incluido, seis o siete horas que a mí me satisfacían tanto que al regreso tenía la impresión de haber jugado con mis primos una semana completa. Recién en mi adolescencia comencé a notar con mayor claridad la diferencia abismal que las actividades u obligaciones le daban a los minutos: cuando estaba aburrido las agujas del reloj se movían con corrosiva lentitud y sucedía todo lo contrario cuando estaba entretenido.
Ahora que ando completamente zambullido en este ritmo sofocante de la vida laboral del Siglo XXI, los días se me escapan como culpables. Mis jornadas de licencia se esfuman, los sábados y domingos pasan tan inadvertidos como la luna a mediodía, tengo la sensación de que cumplo años dos o tres veces por cada uno, de que me acuesto y me levanto en un santiamén y de que a la noche mis hijos están más altos que a la mañana.
Ese vértigo permanente transforma los nueve meses que estuvimos esperando la llegada de Faustino en un fugaz instante.
Anoche, mientras intentaba calmarlo, pensaba en esto que ahora escribo. Dentro de un puñado de años, cuando ya no tenga tantos deberes que cumplir, seguramente volveré a percibir que el tiempo no pasa, aunque seguirá haciéndolo implacable e irremediablemente. Es probable que cuando me acerque al ocaso piense que la vida debería ser más larga.
Por el momento estoy bastante atareado y gustoso de estarlo.
Bienvenido lector a un nuevo ciclo de Crónicas Urbanas, prometo no robarle mucho tiempo con mis relatos.
Bienvenido Faustino. Que nadie le quite tiempo a tu infancia.