Por: Iván Giordana 

En la década del ´70 y en época de inundaciones, el gobierno obligaba a todos los niños a vacunarse para prevenir el contagio de la fiebre tifoidea. Para facilitar la tarea de inmunización, cada establecimiento educativo debía acercar a sus alumnos al hospital local en los horarios estipulados en los cronogramas confeccionados por el Ministerio de Salud en consonancia con lo informado por el de Educación.

Las filas -bien formadas luego de que cada estudiante tomara distancia extendiendo su brazo derecho y colocando la palma de la mano sobre el hombro del mismo lateral del compañero que tenía adelante, comenzando por el más bajo hasta llegar al más alto, varones por un lado y mujeres por el otro- circulaban dóciles hasta el efector de salud local.

En Sunchales, los chicos llegaban al hospital con los pies mojados porque si bien la vereda estaba seca, la avenida Belgrano estaba cubierta hasta la altura del cordón.

En uno de los últimos grandes desbordes de esa época, y a fin de evitar mayor exposición al riesgo, los encargados de la campaña decidieron cambiar la metodología: serían los agentes sanitarios los que se trasladarían hasta las escuelas.

La forma de aplicar las dosis era bien diferente a la que conocemos actualmente. Una enfermera -que por la cara de miedo que pone quien esto me cuenta la describiremos como seria, un tanto bruta y con mal aliento- se sentaba en el escritorio de la maestra y llamaba a los alumnos de a uno y por orden alfabético. El primero de la lista, asustado y tembloroso, se acercaba a paso lento con las lágrimas listas para echarse a rodar por sus mejillas. El resto del curso, mientras tanto, apoyaba sus codos sobre el banco y se agarraba la cabeza o formaba un cuenco con sus manos y se tapaba la boca y la nariz.

Sin el delantal y con la manga de su remera completamente levantada, el colegial esperaba el pinchazo. La enfermera tomaba la inmensa jeringa y la llenaba hasta el tope, luego le colocaba la aguja -gruesa, mocha y torcida- y previo paso por el mechero Bunsen para esterilizarla, la aplicaba al impaciente destinatario. Si el vacunado no se desmayaba -cosa que sucedía a menudo y obligaba a suspender momentáneamente el procedimiento- se volvía a calentar la aguja y se inyectaba al siguiente, luego al que continuaba y así hasta terminar con la nómina.

Como siempre, el primer varón era el que más sufría, porque no sabía a qué se exponía, porque su reacción sería motivo de desesperación o de alivio –nunca de burla- para sus compañeros y porque, fundamentalmente, era el que exploraba inicialmente el desconocido territorio del dolor.

Álvarez me narra todo esto con gracia porque pasaron más de cuarenta años y todavía guarda el recuerdo de su compañero Alassia, que uno de esos días faltó a clase adrede para ceder gentilmente el desgraciado privilegio de ser el primer inmunizado del aula.

Y si no me cree, ofrezco a modo de prueba una lista de atemorizados exalumnos de la escuela Florentino Ameghino: Baudín, Bertei, Bianchini, Hoermann, Marquínez, Peirone, Perret, Re, Riboldi, Savio, Tribouley…

Ellos pueden dar fe de mis dichos.

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