Tal como lo había hecho en las últimas noches de luna, respondió al llamado de la sangre de Lucy. Era el ritual que le daba eternidad. La puerta del cuarto estaba entreabierta y desplegó el somnífero humo para filtrarse. En la negrura de la habitación, eran luciérnagas sus ojos de lobo y la respiración un gran estertor. El banquete estaba servido y su robusta imagen se hizo corpórea. Agazapado, para desprender los breteles de Lucy, otra vez sintió ese perfume a fresas lavadas. Ella todo lo sentía como una vaga realidad. Él la despojó de la bata de seda y quitó de su pecho un pequeño crucifijo de plata. Se burló del objeto, antes de dejarlo caer al piso. Repasó la geografía de sus yugulares como ríos, hasta encontrar los puntos insignias de la noche anterior. Por último, miró concentradamente el collar de ajos rodeándola al cuello y también los retiró, más con odio que con asco. Sabía que a pesar de la flacidez Lucy lo estaba escuchando. Al fin sonrojó, y susurró en su oído: “Los símbolos dan protección, pero sólo cuando se cree en ellos. Lamento informarte que Van Helsing ha muerto al atardecer.”
Van Helsing ha muerto al atardecer
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